―Te diste cuenta de lo que sucedió hoy amor ―preguntó Adolfina a su marido.
―De qué hablas ―contestó él todavía molesto por la situación anterior.
―Pues que ya llegó quien estábamos esperando ―festejó la mujer.
―Ah, tienes razón ―un destello ambicioso brilló en los ojos de Leo. Su enojo pareció disiparse―. No lo puedo creer, al fin. Lo que tanto hemos deseado. Mañana mismo iré al palacio. Es nuestra única oportunidad, entiendes, no podemos perderla Adolfa, no podemos ―se expresó Leopoldo contento ―al fin, nuestro sueño hecho real Adolfa y más vale que Carlo no se oponga.
―¿Que no me oponga a qué, papá? ―interrumpió una voz joven y varonil, era Carlo Villaseñor, el príncipe de Valle Real.
Era muy apuesto. Tenía un carácter dulce, pero firme. No le gustaba que hicieran planes sin su consentimiento. Tenía una mirada cautivadora, pues sus ojos eran color miel. Usaba sus atuendos reales. En el reino más de una muchacha lo deseaba, pero sus padres ya tenían planes a futuro para él.
―Que bueno que llegas, Carlo, te habías tardado ―dijo el padre con calma.
―Contesta mi pregunta, ¿a qué no debo oponerme, papá? ―insistió el joven acercándose a la mesa.
―Toma asiento, mi amor ―dijo la mamá dulcemente.
―Enseguida, madre. Nada más estoy esperando a que mi papá conteste ―se mostraba serio e inconforme.
―Mira hijo ―intervino Leo―, eso te lo diré en su momento. Mañana realizaré algunos pendientes y después te comentaré, punto.
El recinto estuvo en silencio por unos segundos, pero la madre se apresuró hablar.
―Este, mi amor, toma asiento y cuéntanos cómo te fue hoy en tus clases.
Ella sabía que a él le gustaba mucho hablar sobre el instituto. Carlo no quiso pelear y tomó asiento.
―Está bien, esperaré hasta mañana, papá ―respondió―. Respecto a lo de hoy mamá, me fue muy bien ―su rostro expresó entusiasmo―, hoy hicimos un duelo para saber quién era el mejor en esgrima, fue un poco difícil, pero de entre doce yo fui el mejor, ¿qué les parece? ―expresó el príncipe con mucho entusiasmo.
―Me alegro mucho por ti, mi vida ―respondió la mamá―. Sin duda tengo el hijo más fuerte y valiente, tú, mi principito ―dijo con dulzura―. ¿Y tú no le dices nada, Leopoldo?
―Claro, felicidades Carlo ―respondió Leopoldo con seriedad, estaba más concentrado en llevarse un bocado a la boca.
―¡Grettel, sirva la cena al joven por favor! ―ordenó Adolfina.
Instantes después la mujer llegó y le sirvió la cena a Carlo.
Luego se retiró muy pensativa a la cocina.
Estando allá se le acercó una sirvienta joven.
―¿En qué piensas Grettel? ―preguntó otra muchacha del servicio.
―Lo que yo piense es algo que a ti no te importa, déjame sola, Clara ―contestó molesta la mujer.
―Uyuyuy, qué genio te cargas, ya deberías de casarte. Aunque cada vez te haces más vieja, quien sabe si alguien quiera casarse contigo, ajajá ―se burló Clara y a Grettel no le pareció.
―Mira, Clara, no quiero que empecemos, podría irte muy mal. Deja de decir comentarios tan entupidos, por tu bien ―espetó Grettel enojada.
Luego le dio la espalda y se fue al comedor. Allí se dirigió a Leopoldo.
―Majestad, ¿hay algo más en lo que pueda servirle? ―preguntó en tono servicial.
―Me imagino que ya tiene que irse ―comentó Leopoldo―. Puede marcharse, Grettel. La esperamos el día lunes. Dígale a Porfirio que la lleve a su casa.
―Muchas gracias señor, le tomaré la palabra, regreso el lunes ―dijo contenta.
Grettel se despidió de la familia, se dirigió al cuarto donde dormía, recogió algunas cosas y salió de la mansión, rumbo a su casa. El chofer del coche, Porfirio, la llevó. Solo trabajaba en la mansión de lunes a viernes y descansaba los fines de semana.
Un poco después de que se fuera Grettel, la cena concluyó y los habitantes de la mansión Villaseñor se dispusieron a descansar, pues ya era muy noche.
―Clara, por favor, venga a recoger la mesa ―dijo Adolfina a la otra sirvienta, la cual llegó acompañada de más sirvientas y llevaron la losa sucia a la cocina.