El secreto de la princesa -parte uno-

Parte tres: El plan

En el comedor los padres de Carlo se habían quedado solos, de pie.

Leopoldo tomó del brazo a Adolfina y la hizo sentarse.

―Mañana mismo iré con Albert. Nuestros planes tienen que realizarse lo más pronto posible, debemos asegurarnos de que todo salga bien.

―Tienes razón, Leo. La princesa debe casarse con Carlo, entre más rápido mejor, pero…

―¿Pero qué…?

―Y si Carlo no quiere, si él no quiere casarse con la muchacha. ¿Qué vamos a hacer, Leo? Ni siquiera la conoce, nadie la conoce, con eso de que Albert no quiere que nadie la vea.

―Es mejor. Eso significa que nadie pretende a la muchacha, entonces nuestro hijo será el primero, comprendes: no habrá rival para Carlo. Además Albert no va a permitir que su hija, la princesa, se case con alguien diferente del príncipe. Por nuestras venas corre sangre azul y Albert sabe eso.

―Tienes razón, puchungo.  ¿Qué sigue por hacer entonces?

―Ya te lo dije, parece que no entiendes. Mañana iré con Albert y le diré lo que vamos hacer, lo que debemos hacer ―subrayó―. Tú, después de que le digamos a Carlo que se tiene que casar con la princesa, lo tendrás que convencer para que no se niegue, entiendes. Eso en caso de que se oponga.

―Claro que entiendo. Ni que estuviera tonta para no entender. Ay, ya es tarde, hay que irnos a la cama, tengo sueño ―dijo bostezando Adolfina.

―Tienes razón, debemos ahorrar energía, mañana será un gran día.

Los virreyes se fueron a la alcoba principal de la mansión.

Pero alguien había escuchado la conversación.

―¡Ah, con que eso se traen! ¿Qué pasaría si le digo al joven Carlo? ¡No! Más vale que me quede con la boca cerrada. Mira de lo que se entera una por andar escuchando detrás de las puertas ―decía Clara para sí misma.

Clara era joven y no pasaba de los veintitrés años. Era muy metichoncita y seguido escuchaba las pláticas ajenas. Tenía esa mala costumbre, que después podría costarle muy caro.




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