Gisselle llegó a las caballerizas. Ahí estaba Paulette con los caballos listos. Era un sencillo para Paulette y otro, uno de los mejores, para la princesa. No era cualquier caballo, sino el favorito de la princesa. Lo montaba desde su adolescencia. Era su compañero de aventuras y sabía muchas cosas de Gisselle, pero como era un caballo, no podía decir nada. Aunque tampoco lo hubiera hecho de poder hablar.
Era blanco, alto, grande y hermoso. Tenía unos ojos relucientes, que brillaban más cuando veía a la princesa. Su mansedumbre se manifestaba con el palafranero y con Gisselle, con nadie más. No había jinete que le pudiera montar. Con todos parecía un monstruo enojado, pero con la princesa era la criatura más dócil que podía existir. Cuando ella lo miró corrió a abrazarlo, rodeándole el cuello.
―¡Oh, mi bello Emperador! ―dijo con dulzura―. ¡Mi caballo más hermoso! Aquí estas eh. Ya volví precioso, ya no me extrañarás más. Ahora me quedaré para siempre.
Disfrutó de tenerlo cerca de ella una vez más. Emperador relinchó de alegría y comenzó a patalear con elegancia, pues quería impresionar a la joven con un baile breve. Ella le sonrió y el caballo se sintió contento.
Luego Gisselle saludó a Paulette y no esperaron más tiempo. Se montaron en los caballos y dieron un pequeño rondín por los alrededores de palacio. A lo lejos se veían las altas murallas que protegían los alrededores del palacio. Era casi imposible salir, era eso precisamente lo que la princesa quería hacer.
Los caballo avanzaban tranquilamente y Gisselle y la sirvienta hablaban de cosas sencillas, sin importancia. Por ejemplo, de cuánto tiempo tenía Paulette trabajando en el palacio, de dónde era su familia, etcétera. La muchacha respondía que ella provenía de Santiago y cada cierto tiempo iba a ver a sus padres y hermanos que eran una familia muy humilde. Al acercarse cada vez más a las murallas, Gisselle buscó la manera de abordar el tema que a ella le importaba, pero no sabía si confiarle a aquella muchacha aparentemente buena su secreto.
―En el poco tiempo que la he tratado Paulette ―comentó la princesa amablemente―, me doy cuenta que es usted una gran mujer y digna de mucha confianza.
―Usted también lo es su alteza.
―Dígame una cosa, ¿ha estado alguna vez enamorada? ―preguntó nerviosa la princesa, sin demostrarlo.
―No suelo hablar mucho sobre ese tema. Pero pienso que todas las mujeres hemos estado enamoradas alguna vez, ¿por qué me lo pregunta? ―respondió Paulette.
Cruzaban un campo muy hermoso y la muchacha miró en esa dirección. La princesa no estaba segura de lo que quería hacer, sin embargo era necesario tener una aliada que le ayudara a salir del palacio. Nunca antes había confiado su secreto a nadie. Paulette parecía una persona de confianza y además era la única manera de ir con Guepp.
―¿Puedo confiarle algo? Es un secreto que he guardado durante mucho tiempo y usted sería la primera a quien se lo diría.
Paulette se mostró muy interesada en conocer aquella información.
―Por supuesto que no diré nada princesa, puede decirme con toda confianza lo que usted quiera.
―Está bien, pero dígame por favor que me apoyará Paulette ―expresó la princesa dudando.
―No se preocupe, puede confiar en mí. Soy una tumba ―respondió Paulette mirando a la princesa.
―Seré breve. Mire, detrás de los muros del palacio, hay un lugar muy hermoso al que llaman “la zona prohibida”. Se supone que nadie puede entrar ahí porque es un área que pertenece solo al rey, sin embargo alguien ahí me espera.
―¿Cómo? ―dijo sorprendida la sirvienta―. ¿Alguien la espera? Pero, ¿que no se supone que a usted nadie la debe conocer por órdenes de su padre?
―Exacto, Paulette. Ese es mi secreto, me entiende, mi padre no debe enterarse por nada del mundo.
Paulette no expresó ninguna emoción en su rostro.
―No se preocupe, princesa, por mí no lo sabrá. Pero dígame ¿qué es exactamente lo que quiere que yo haga? ―preguntó la muchacha.
―Gracias, Paulette ―dijo Gisselle―. Necesito que usted me espere aquí hasta que yo vuelva, así mi padre no se dará cuenta de nada, ¿cree que me pueda ayudar con eso? ―preguntó la doncella.
―Por su puesto, majestad ―dijo Paulette sonriendo―. Claro que sí, vaya, yo estaré por aquí esperándola, no se preocupe por nada ―concluyó con su sonrisa fingida, la cual Gisselle creyó. Le dio las gracias y echó andar su caballo blanco.