El secreto de la princesa -parte uno-

Parte tres: Volviendo a casa

Todos los habitantes del reino entraron en sus casas. Los relámpagos eran fuertes esta vez. Había estruendos por todas partes y después de una batalla entre nubes, la lluvia cayó sobre Valle Real y sus alrededores.

La princesa estaba a salvo en el palacio, tenían escasos minutos de haber llegado. El rey estaba muy preocupado por ella y le parecía imposible que no regresara, hasta que la miró entrar por la puerta grande.

    ―¡Hija! Me has tenido con el alma en un hilo. ¿Por qué tardaron tanto? ―preguntó inquieto.    

    ―Tranquilo, papá, ya estamos de regreso. Nos entretuvimos Paulette y yo por ahí platicando. Caminamos por momentos y luego montamos de nuevo ―dijo ella sonriente. Más mentiras todavía; su padre le creyó todo.

     ―Lo bueno es que ya están de regreso. Muchas gracias Paulette por haber acompañado a mi hija en este paseo.

     ―De nada majestad, fue un honor. No se preocupe, conmigo ella está segura. Yo no le estoy guardando ningún secreto, no vaya a creer eso, señor ―dijo sonriendo y disimulando, el rey la veía con extrañeza.

     ―Lo sé, usted se ha ganado un lugar muy especial en esta casa y en este corazón. Se puede retirar si así lo desea.

     ―Sí, lo haré. Me siento cansada, en un momento estaré aquí para ordenar la cena.

     ―No se preocupe señorita Paulette ―interrumpió la nana Golriett―, yo he preparado una rica cena para mi niña y el señor. Usted descanse. Todo estará bien ―sonreía la nana y Paulette se disgustó.

     “Maldita vieja”, pensó. “Ha regresado a quitarme mi lugar y a quitarme méritos frente al rey, es un estorbo para mí. Pensaré en eliminarte muy pronto, viejilla. No se cómo, pero lo haré”.

     ―Gracias doña Gloriett, es usted muy amable ―dijo con voz audible―. Entonces, usted se hágase cargo por esta noche, yo me iré a descansar ―dijo sonriendo hipócritamente.

     ―De ninguna manera, señorita Paulette, yo serviré la cena, pero usted tendrá que lavar los trastes más tarde ―aclaró la nana para que la sirvienta no se fuera tan contenta.

Paulette se sintió ofendida, la estaba poniendo en ridículo frente a los demás. Gloriett, por el contrario, se estaba divirtiendo de lo lindo al darle órdenes a Paulette, la cual no terminaba por caerle bien. Paulette solo sintió un orgullo muerto en su interior y asintió con la cabeza mientras hablaba.

     ―Está bien, me daré un baño y regresaré a lavar los trastes.

     ―De ninguna manera, señorita Paulette ―habló el rey―. Usted vaya a descansar, el paseo de hoy fue muy agotador.

 Paulette se sintió rescatada.

     ―Se hará como usted ordene, majestad. Con su permiso ―dijo y se marchó, sonriéndole a Gloriett, la cual no estaba nada contenta.

     ―Los trastes puedes lavarlos tú, Gloriett, ¿verdad? ―comentó el rey.

     ―Claro, señor, imagino que sí ―la mujer contestó con una sonrisa fingida..

     ―Papá, claro que no. Mi nana no va a lavar nada. Patty lo puede hacer. ¿Verdad, Patty? ―dijo la princesa dirigiéndose la muchacha que estaba cerca.

     ―Por su puesto que sí, alteza ―contestó con humildad la joven.

     ―Entonces no se hable más ―dijo Gisselle―. Me daré un baño con agua caliente. Estoy agotada; este paseo ha sido muy largo, papá, como no te lo imaginas ―dijo la princesa sonriente, pues pensaba en él, en Guepp.

     ―Me imagino que sí. Ha durado mucho también y casi las agarra la tormenta. Anda, ve a darte un baño. Yo estaré aquí esperándote, para cenar juntos. Tengo algo muy importante que decirte, estoy seguro que te encantará.

     ―¿Qué es papá? ¿Qué me tienes que decir? ―preguntó ella con sumo interés.

     ―Nada, señorita, ya que regrese lo sabrá ―respondió entusiasmado Albert.

La muchacha subió muy contenta a su alcoba. Se percató de que la lluvia se oía en el exterior. Luego pensó en lo que su padre le había dicho, qué podría ser. Eso por ahora no le importaba mucho. Abrió la puerta de su cuarto e imaginó que allí estaba Guepp, sentado, esperándola. Se acercó a él y le dio un beso en los labios. Enseguida descubrió que abrazaba una almohada a la que llamaba Guepp. Se rio consigo misma y dio un apretón fuerte a la almohada. Observó que Dénis llegó y estaba mojada.




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