Como siempre, aquella mesa cuadrada donde se podían sentar varias personas, solo era ocupada por dos, el virrey y su esposa. Un silencio profundo rodeaba el espacio y solo se oía la lluvia de fondo. Ninguno empezaba a comer. Clara esperaba pidiera algo. De pronto el virrey habló enojado. Por lo corajudo que era ya tenía varias arrugas en la frente y los párpados.
―¿Qué diablos pasa con Carlo, no piensa bajar a cenar?
― ¡Clara! Suba con el joven y dígale que baje por favor ―dijo la madre con seriedad.
―Ya le hablé señora, pero el joven no dijo ni que sí ni que no.
―¡Pues háblele de nuevo! Para eso le pagamos ―gritó el rey.
―Enseguida, señor ―contestó sumisa Clara, dirigiéndose al cuarto del príncipe.
―Ya no es necesario papá, aquí estoy. Sirva la cena por favor, Clara. Voy a cenar con los señores de la casa ―dijo en voz alta Carlo.
―Perfecto. Hay cosas de que hablar, hijo. Tu madre ya me ha comentado ―dijo el virrey pasando la vista de Adolfina a Carlo.
Él miró a su madre con enojo.
―Ay hijo, perdón, lo encontré sin querer ―justificó la mujer.
Carlo solo cerró y abrió los ojos en un instante.
―¿Qué es lo que te dijo mi mamá? ―preguntó el príncipe.
―Mira hijo, sea verdad o mentira lo que me dijo tu madre, tienes que dejarte de aventuras, ya eres un chico demasiado grande, ya es tiempo de que sientes cabeza.
―De verdad piensas eso, papá. Sabes, me agrada que así sea, porque como le dije a mi mamá, esa chica no es ninguna aventura. Es una relación seria y pienso casarme con ella ―dijo muy convencido.
―¿Qué? ¿Casarte con ella? Estás bromeando ¿verdad? Carlo, eso que dices es una locura, no puedes hablar en serio.
―Más que en serio papá, la mujer de la que te habló mamá es el amor de mi vida y espero no se opongan.
El rey respiró hondo, no quería exaltarse. Solo se relamió los labios y lanzó un suspiro de molestia.
―Bueno, en ese caso. ¿Quién es esa joven? ¿La conocemos? ¿Quiénes son sus padres? ¿Los Duque? ¿Los León? O tal vez los Rendón. ¿Quiénes? ―preguntó el virrey. Por lo que le había comentado Adolfina, ninguno de los apellidos era propio de la joven citada.
―¡No papá! No sé cuál es su apellido, pero es lo que menos me importa. Colibrí es el amor de mi vida y me voy a casar con ella, punto ―advirtió con voz firme.
―¿Colibrí? Qué nombre tan ridículo, Carlo, por favor. No seas infantil. Nadie se llama así.
―Yo lo sé, ella no se llama así, pero así le digo porque la amo y ella me ama.
―¿Entonces no sabes cuál es su verdadero nombre? ―preguntó la madre indignada.
―No mama, no lo sé, pero como les dije: es lo último que me importa. Lo que en verdad es importante es lo que siento por ella y ustedes deberían apoyarme.
―De ninguna manera apoyaré la relación de mi hijo, el príncipe, con una pordiosera o quien sabe qué sea esa mujer.
―No te permito que hables así se ella. Es la mujer que quiero y no voy a permitir que le falten al respeto.
―Mira muchachito ―el virrey se levantó de la mesa―, quienes no van a permitir que hagas lo que quieras somos nosotros.
―Leo, por favor, cálmate ―dijo la madre preocupada, ahora vendría el momento de la verdad.
―¿De que hablas, papá? ¿Solo porque estoy defendiendo el amor que siento por una mujer te molestas?
―¡No! No es eso, solo que no permitiré que realices tu vida con alguien a quien no conocemos. Tu destino como príncipe de Valle Real es casarte con la princesa del reino, con la hija de Albert, Gisselle Madrid ―Adolfina cerró los ojos.
―¿Qué estás diciendo? Mi destino, ¿con la princesa? ―dijo Carlo indignado, no se esperaba aquella noticia.
―Así es Carlo. Es tu deber como príncipe llevar a cabo nupcias con la hija del rey.
―Esa no es mi obligación, no voy a cambiar a Colibrí por una mujer a la que ni siquiera conozco. No se quién es la princesa ni me importa.
―Pues a mí tampoco me importa lo que te interese, tú te vas a casar con la princesa, es tu obligación ―dijo con voz alta el virey y golpeó la mesa con el puño cerrado.
―¡No, papá! ¡No lo haré! ―contestó enérgico el príncipe―. Y no me obligarás a hacerlo, no me casaré con la princesa. No me pienso separar de Colibrí, ¡entiéndelo! ―dijo e hizo amago de retirarse de la mesa.
―Pues entiéndelo tú Carlo ―respondió arrebatadamente el virrey―, o te casas con la princesa o te olvidas de tu familia y te vas de la casa.
Carlo se quedó quieto al oir aquellas palabras. El virrey se marchó al estudio sin decir más.
Un silencio inmenso inundó el comedor de la mansión. Adolfina habló.
―Hijo, piénsalo bien. Tu padre está habló muy molesto.
Carlo volteó y la miró.
―No hay nada que pensar, mamá ―dijo un poco más tranquilo. Clara solo se comía las uñas detrás de una columna desde donde oía todo.
El joven subió las escaleras rápidamente, se dirigió a su cuarto y entró.
Adolfina fue al estudio. Entró en el recinto y miró a su esposo que estaba sentado, fumando.
―No deberías fumar, sabes que te hace daño.
―Déjame mujer, esto me relaja.
―No debiste hablarle así, ahora menos se casará ―dijo ella y se sentó.
―¡Ni te sientes! Porque te voy a levantar ―gritó el, poniéndose de pie y levantándola del brazo―. No vamos a permitir que no se case, es algo que tiene que hacer, si no nuestros planes se irán por la borda.
―¡Suéltame quieres! ―dijo la virreina y se safó―. Primero que nada, no debiste hablarle así, eso solo provocó que se enojara y se enfureciera como tú. A pesar de no ser tu hijo, parece que tiene tu mismo carácter.
―¡Quieres callarte!, es es mi hijo, aunque me pese, yo lo crié.
―Pues sí, pero no es tu hijo de sangre.
―Tampoco lo es tuyo, como para que me lo refiera ―Adolfina mejor se quedó callada.