El secreto de la princesa -parte uno-

Parte dos: Pasado horroroso

La casa de la señora Marroquín estaba con luz todavía. Por esa calle era la única vivienda con luz, pues adentro Grettel esperaba a su hija, ya era tarde y aun no volvía.

―No lo puedo creer, que raro que Zuleica llegue tarde ―dijo sarcástica―. En realidad no me importa si le pasaba algo, aunque no me conviene, tengo planes que la involucran, así que es mejor que esté bien.

Unos minutos después la muchacha abrió la puerta. Grettel estaba en la entrada cruzada de brazos, esperando una explicación. Zuleica entró muy quitada de la pena con sus ojos llorosos.

―No me vengas con sermones, mamá ―se adelantó a decir―, estaba en casa de César. No tienes de qué preocuparte.

―Con ese pobretón―dijo Grettel con desdén―. Bueno, pues la casa de César queda cercas, ¿por qué no terminaste de llegar? ―preguntó irritada.

―Me ofrecieron cena y acepté. Además estaba lloviendo a cántaros.

―Ah sí, y lo que yo preparé, ¿dónde queda? Tu allá dándote la vida de reinita y yo aquí preocupándome por hacerte de comer.

―Gracias, pero ya cené. Oye, recuerdo que me contarías de mi padre hoy en la mañana y eso no ha sucedido.

Úrsula se quedó callada, ahora no supo qué excusa poner para no hablar. Su hija haría muchas preguntas.

―¿Qué es lo que quieres saber de Anthony? ―preguntó Grettel para terminar con ese tema de una vez por todas.

―¿Por qué se murió? ―preguntó la muchacha.

Grettel se mordió los labios y preparó su mente para inventar.

Invitó a su hija a sentarse. Así lo hicieron.

―Cuando él y yo nos casamos, estaba enfermo. No sé si lo recuerdes. Al pasar los años su enfermedad fue creciendo poco a poco hasta que se murió ―dijo tranquilamente.

Un silencio invadió el espacio.

―¿Así nomás? ―inquiró la muchacha nada contenta―. No mamá, cuéntame cómo lo conociste, cómo se enamoraron, todo, quiero saberlo todo. Además, no conozco a nadie de nuestra familia, algún tío o tía, hermanos tuyos.

―Está bien ―dijo Úrsula, sin ganas de decir nada―. Te contaré acerca de mi pasado, es muy doloroso y no me gusta recordarlo ―fingió sentimentalismo.

―¡Ay mamá! Ni tú te crees eso, por favor. Solo cuéntame y ya ―dijo indiferente la joven.

Úrsula la miró con recelo y luego comenzó a hablar:

―Mis padres murieron en un accidente hace mucho, yo tenía tal vez unos diecinueve años. Yo era hermosa, bellísima. Ellos salieron de viaje a Jordan, pero en el camino el coche se desbarrancó y murieron ―dijo Grettel como queriendo llorar, lo cual no era verdad.

En su mente aparecieron los recuerdos de lo que había ocurrido en realidad.

Se trataba de un viaje inesperado de los padres de Úrsula y Christie. Ellos viajaban a Jordan por un problema de negocios en el reino. Aún no se había concedido el permiso para que Albert y Christie se casaran. Si los padres no lo concedían, el matrimonio no se podía llevar a cabo. Entonces ese viaje fue ideal para la malvada Úrsula; pues no permitiría que aquellos dos se casaran, los odiaba por sobre todas las cosas. En realidad, a quien más odiaba era a Christie, su hermana, por ser tan hermosa y por tener tantos pretendientes, pero más la odiaba porque Albert correspondía a su hermana y a Úrsula le gustaba Albert.

Entonces, si sus padres morían no habría posibilidad de una boda.

La idea atormentó a Úrsula la noche anterior al viaje, y en la mañana lo hizo. Sin que nadie se diera cuenta acompañó a sus padres en el coche. Iban como a la mitad del camino cuando ella salió de uno de los bultos y se despidió de ellos.

―Bueno papá y mamá, me despido.

―Úrsula, qué haces aquí. Por qué te despides, ¿a dónde vas hija? ―preguntó el señor Regino de los Monteros, muy sorprendido de que su hija estuviera allí.

―No, no soy yo quien se va, sino ustedes.

Ambos se miraron confundidos, ella les dio un beso y ordenó al cochero que se parara. A sus padres le parecía una locura lo que decía, pero sólo Úrsula le encontraba sentido. Los miró una vez más y bajó al cochero de una patada mortal en la cara. Ella era muy buena en combates como pocas mujeres en el reino.

―¿Qué haces hija? ―preguntaron los señores de los Monteros.




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