El secreto de la princesa -parte uno-

Parte dos: Amargo amanecer

En el palacio, Gisselle se había despertado temprano, había dormido lo suficiente, aunque le disgustó recordar que un hombre entró a su cuarto durante la noche. También recordó que su padre quería casarla a la fuerza con alguien y no tuvo ánimos de nada. No estaba triste, solo algo preocupada por lo que su padre diría si ella se oponía a casarse. Sin embargo, eso iba a hacer, negarse, pues no quería casarse y mucho menos con alguien a quien no conocía.

El rey llamó a la puerta.

La princesa le dijo que avanzara, pues estaba abierto. Albert entró y miró que Gisselle estaba de pies frente a la ventana abierta del balcón. Usaba un vestido de seda verde esmeralda que combinaba con sus hermosos ojos; se lo había regalado su padre en la última Navidad en Jordan. Había sido bordado por los mejores sastres de aquel gran reino y tenía un decorado de piedras brillantes en el pecho y los brazos.

Albert no sabía cómo empezar.

―No pensé que la noticia te afectaría tanto, hija, lo siento. Solo quiero lo mejor para ti y para todos ―dijo y se acercó a la muchacha.

Ella volteó y lo miró a los ojos.

―Papá, no es tu culpa. Soy yo ―explicó Gisselle y lo abrazó con mucha fuerza; él correspondió de la misma manera.

 

Gisselle no sabía qué hacer. Su padre no entendía su comportamiento. Después de un momento Albert se separó.

―¿Tu culpa? ¿Por qué lo dices, hija? ―preguntó el rey confundido.

La princesa permaneció callada por unos segundos y después habló.

―No estoy lista para casarme ―aclaró, mirándolo a los ojos―. Papá, cómo explicarte. Yo no me puedo casar con ese príncipe, yo no quiero, no lo conozco. Además, es tu culpa que no conozca a nadie, nunca me has dicho por que no quieres que me conozcan en Valle Real.

―Eso es algo de lo que pronto hablaremos. Entonces comprenderás mis razones para no dejar que alguien te vea. Sin embargo, también debo ser muy claro contigo ―habló mirando a su hija fijamente en los ojos.

Esta vez el rey respiró muy hondo. Tendría que actuar como rey y no como padre. Tomó de la mano a la joven y la llevo frente al balcón. Ahí habló fuerte y claro.

―Mira, Gisselle ―dijo con voz grave― este es el reino por el que hemos luchado: Valle Real. Fue la tierra de mis padres y también de tu madre y tus abuelos. Durante años este reino ha vivido bajo mi mandato. Yo soy el rey y tú eres la princesa. Por lo tanto hay que cumplir con nuestro deber. Con esto me refiero a que mañana conocerás a Carlo Villaseñor, el príncipe del reino y te casarás con él muy pronto; lo siento, pero no acepto un no como respuesta ―aclaró―. No quisiera ser duro contigo hija y esa es mi última palabra.

Gisselle no podía creer que su padre le hablara así. Prácticamente la estaba obligando a casarse. Sus ojos se estaba llenando de agua.

―Papá, te desconozco ―dijo decepcionada―. Tú no me obligarías a hacer algo que no quiero, ¿o si? ―preguntó casi derramando el llanto.

Él la miró y se mantuvo recio.

―Hija, sabes que te quiero más que a mi vida, que eres mi mejor regalo. Pero un día entenderás por qué hago todo esto ―habló con seriedad―. Lo siento, pero debes casarte con el príncipe, no hay más que decir ―finalizó el rey y salió de la alcoba con el corazón partido.

La princesa se quedó paralizada, mirando el reino desde el balcón. Una lágrima rodó por su mejilla rosada sin que ella pudiera detenerla. Negó con la cabeza que aquello estuviera pasando, parecía una horrible pesadilla.

Cuando Albert abrió la puerta para salir, descubrió a Gloriett tirada en el suelo, pues cuando él jaló la puerta, ella cayó porque había estado recargada, escuchando lo que hablaban.

―¿Qué significa esto, Gloriett? ―preguntó sorprendido el rey. Su rostro estaba trastornado por lo ocurrido segundos atrás. La mujer lo miró desde el suelo y rápidamente se levantó, desempolvando su vestido.

―Lo siento mucho, alteza. Para qué mentir ―dijo apenada y sonriendo forzozamente―. Iba pasando por aquí y no pude evitar escuchar.

Albert prefirió no oírla, estaba un poco dolido por lo que acababa de decirle a su hija. Se marchó sin decir más.

Gloriett entró a la alcoba y le puso seguro a la puerta. Gisselle corrió a encontrarse con ella en medio de la alcoba. A la princesa le corrieron más lágrimas por sus mejillas. Abrazó de su nana y comenzó a gemir desconsolada.




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