A pesar de ser un fin de semana, César León, prefería levantarse temprano. Pensaba que tendría mucho tiempo para dormir una vez que muriera. Por la mañana le gustaba ejercitar su cuerpo y por eso había estado corriendo durante las primeras horas del amanecer. Por eso supo cuando Clara y Porfirio llegaron por Gustavo León, su padre.
Cesar era un chico atlético al que le gustaba estar siempre en forma. Le apasionaba la esgrima, el deporte más jugado y practicado en Valle Real. En este deporte se hacían competencias y a él le agradaba ser el mejor amigo del mejor esgrimista de la escuela, Carlo Villaseñor, el príncipe del reino.
César tenía cabello castaño, un rostro amable y unos profundos ojos azules. Era uno de los chicos más guapos y atractivos, por lo cual podía conquistar a cualquier mujer. Sin embargo, a él solo le interesaba una: Zuleica Montenegro, la chica más presumida y engreída del reino. A él no le importaba lo que dijeran de Zuleica, pues para él ninguna otra chica era más hermosa y su mayor deseo todos los días era poder verse en sus ojos verdes y estar cerca de ella, ya que no perdía la esperanza de un día ganar su corazón y casarse con ella.
En esa mañana, mientras corría dando la vuelta a la manzana donde se encontraba su casa, pensaba en ella. La veía pocas veces, pues ella pasaba mas tiempo con Karla que con él. Mientras corría pensaba un poco en la noche anterior cuando Zuleica había ido a su casa. No podía creer que ella hubiera ido a cenar con él y su familia. Él la miraba como a una diosa y siempre hacía lo que ella quería.
Nunca le había revelado que estaba enamorado de ella, sin embargo, eso era muy obvio, cualquiera se hubiera dado cuenta, pues la forma en que él actuaba lo delataba, hasta los niños se daban cuenta.
César estaba haciendo unas pequeñas lagartijas y sudaba un poco cuando oyó una voz.
―¡Que chico tan atlético! ―era la voz dulce de Zuleica.
Ella se había brincado la cerca, pues la reja estaba cerrada.
―¡Zuleica! Hola, que tal ―dijo César sorprendido, no esperaba que la mujer que más idolatraba en la vida, estuviera allí, mirándolo. Detuvo su ejercicio y corrió a donde ella estaba.
―Sabía que estabas aquí. La reja tiene candado y pensé que tu familia no estaba, pero sabía que tú sí y mira, adiviné.
―Sí, todos se fueron a la iglesia, incluyendo la antipática de Lucía. Hola Peregrino ―saludó al pequeño Halcón y continuó hablando―. Iré por algo de agua, que te parece si me esperas, enseguida regreso.
―Está bien, César, aquí te esperamos yo y Peregrino ―dijo Zuleica sonriendo agradablemente.
César no le caía del todo mal a Zuleica.
El joven atlético se metió en la casa, ella se quedó observando el panorama que tenía alrededor. Había un hermoso jardín detrás de la casona de César. Ahí estaba un enorme patio donde el joven practicaba esgrima. Este deporte también le apasionaba a Zuleica. Tenía cierta atracción por las relucientes espadas, le gustaba mucho pelear y era muy valiente.
―Ya regresé. ¿Todo sigue bien por aquí? ―preguntó el joven y ella solo sonrió. Lo hacía de un modo hermoso, tanto que César quedaba encantado; sin embargo, era falsa. Pero cuando lo hacía, era como ver una diosa, eso pensaba César.
―Sí, todo marcha muy bien. Vine porque estaba muy aburrida en mi casa. Al menos cuando vengo tú cuentas chistes aburridos, pero me distraes un poco y también disfruto tu compañía.
Aquellas palabras habían sido para César un alago.
―Pues me sé el chiste de un niño que le pregunta a su papá: oye papá, ¿cómo mira uno cuando está borracho? Y el papá le contesta: Mira hijo, ¿ves aquellos dos hombres que vienen allá? Si yo estuviera borracho, entonces vería cuatro. Entonces el niño le dice: Pero papá, solo viene uno.
César comenzó a reír escandalosamente y Zuleica también quería hacerlo, pero no le había causado mucha gracia, así que solo sonrió y Peregrino soltó un graznido como si hubiera entendido el chiste.
―Estuvo divertido César. Pero por qué mejor no hacemos algo diferente; muestráme lo que has aprendido en esgrima, ya sabes, yo te puedo ayudar en lo que quieras.
―¿Lo dices en serio? ―el muchacho estaba sorprendido―. Zuleica, sería un honor ser tu alumno. Tú eres la mejor guerrera que conozco. Eres mucho mejor que muchos estudiantes del maestro Yamil.