El secreto de la princesa -parte uno-

Parte cuatro: De compras

Durante la mañana los cálidos rayos del sol atravesaban todas las ventanas que había en el reino. Poco a poco esos rayos habían quedado en un plano vertical, pues el sol a medio cielo ya indicaba la mitad del día.

Úrsula abrió los ojos de repente. Su cabello estaba bastante desacomodado. Tenía unas ojeras espantosas. Miró el reloj de su cuarto, eran las doce treinta y cinco del medio día. Abrió la boca por un momento. Notó que durante la noche había babeado la almohada, pues estaba algo húmeda. Se levantó y se metió al baño para terminar de despertar. Al salir de bañarse y ponerse ropas limpias, escuchó a lo lejos las voces de los habitantes de Valle Real. Fue al cuarto de Zuleica y notó que no estaba.

Úrsula no entendía por qué se había levantado tan tarde. Imaginar que al día siguiente regresaría a la mansión de los Villaseñor, la ponía de buen humor. Allí podría ver a Leopoldo y soñar una vez más que ella sería la próxima virreina.

Mientras se peinaba frente al espejo, notó que se hacia vieja, los años la alcanzaban sin misericordia. Apenas había pasado los cuarenta y algunas arrugas ya se le notaban. No le prestó importancia. Sabía que todavía había belleza en su rostro, aunque también había mucha maldad. No le gustaba la idea de hacerse vieja sin antes haber logrado sus metas.

En el reflejo del espejo miraba sus propios ojos, negro y malignos, de mujer asesina. Pasaba el cepillo sobre sus oscuros cabellos mientras pensaba en lo malvada que había sido hasta entonces, pensaba en sus atrocidades y los actos malévolos que había hecho hasta ese momento, los pensaba y sonreía perversamente.

­­―Y no me arrepiento de nada ―dijo con una mueca que le mostró unos dientes amarillos y desgastados―. ¿Adónde habrá ido? ―se preguntó por Zuleica.

En ese instante la puerta de entrada se abrió y supo que era su “hija”.

Grettel terminó de alisarse el cabellos, luego se hizo un gigantesco molote con la mata de cabellos que tenía y salió de su recámara ya lista para ir de compras.

―Zuleica, ¿adónde fuiste tan temprano? ¿Acaso no recuerdas que tenemos qué hacer hoy? Pero al parecer ya estás arreglada, solo recojo mi paraguas y nos vamos. Ya regreso ―habló con rapidez―. Ah, buenos días ―dijo hipócritamente la madre, pues no le preocupaba en lo mínimo si para Zuleica esos eran buenos o malos días.

Grettel se escondió entre las paredes al ir a su cuarto y Zuleica permaneció muda, esperando a su falsa madre. Seguía pensando en lo que Jan le había comentado.

“¿Será eso posible, que yo tenga una hermana gemela? ¿Y que casualmente sea la princesa del reino? Aunque no imagino cómo sería… o es que tal vez… No, no puede ser, qué estoy pensando, por más que lo hago no logro concebir una idea como esa. No puedo creerlo, debo calmarme, debo estar loca por estar pensando esto, además, me lo dijo un niño. No sé ni siquiera como me atrevo a considerarlo. Es algo totalmente estúpido e increíble“, pensaba, cuando fue interrumpida por un paraguas negro tocándole la frente.

―¡Zuleica! Se hace tarde, debemos irnos. Levántate, vamos.

A Zuleica le ganaba la curiosidad por preguntarle a su madre algo sobre aquel tema, sin embargo prefirió no hacerlo, trataría de investigar por su propia cuenta y si resultaba real todas aquellas suposiciones, Grettel tendría que dar demasiadas explicaciones y no aceptaría más mentiras.

Ambas salieron de la pequeña casa, la cual Grettel mantenía gracias a las limosnas que Leopoldo le daba, pues el hecho de ser su amante tenía un precio.

Después de todo, aquella choza en medio de dos mansiones no se veía tan fea; el frente un poco descuidada pero, por lo menos parecía decente; una puerta de fierro que detenía a cualquier intruso y, un minúsculo jardín con flores secas, pues a ninguna de las dos les gustaba regar las plantas.

El reino denotaba alegría, las lluvias habían hecho reverdecer el camino rodeado de grandes árboles y muchas plantas de jardín adornaban las calles. Los pájaros volaban libremente cantando sin parar.

Cada calle era preciosa, pues los vecinos se conocían muy bien y mantenían limpias las callejas enpedradas. Pero aquellas dos mujeres contrastaban con la belleza y esplendor de las calles. Todos las tenían por mujeres de corazón orgulloso y actitud malcriada. Para nada recibían buenos tratos, por el contrario se habían ganado las malas y ácidas críticas de las personas.

Ellas caminaban bajo aquel paraguas de color negro, riéndose como si no les importara lo que dijeran los demás; detestaban aquellas miradas inoportunas y trataban de ignorarlas. Alrededor veían pasar las carretas jaladas por caballos, algunas muy lujosas y elegantes, mientras que otras, algo viejas y descuidadas. Pronto Grettel le hizo la señal a un coche para que se detuviera y así fue.

―¿A dónde las llevo señoritas? Oh, pero si son ustedes, Grettel Marroquín y Zuleica Montenegro, es un milagro verlas por aquí. Se ven muy elegantes, pero díganme, ¿a dónde las llevo en este precioso día? ―preguntó gentilmente el guía de aquel coche, el cual al parecer vivía de llevar y traer personas de un lado a otro del reino. Era un joven humilde y trabajador.

―Gracias por sus halagos Joseph, es usted muy amable ―dijo Zuleica mostrando gratitud, la cual no sentía. Solo pensaba que los demás eran seres que no estaban a su nivel, no tendría otra razón para pensar algo diferente de aquel amable joven―. Vamos al centro ―concluyó.




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