El secreto de la princesa -parte uno-

Parte dos: Acepto

Para Carlo todo aquello parecía una pesadilla. Una pesadilla sin final alguno. Hasta el tiempo parecía estar en su contra y no podía creer lo que estaba pasando. Había imaginado tantas cosas hermosas con Colibrí, pero el destino parecía empeñarse en contradecirlo. Ahora su madre estaba muy grave y, por lo que había dicho el doctor León, muy cerca de la muerte.
Leopoldo estaba del lado derecho de la cama, Carlo del lado izquierdo y Adolfina en medio, acostada y con los ojos cerrados.
―¿Por qué tiene que pasar esto, papá? Mamá es muy joven y bella, no es posible que le esté sucediendo esto, es injusto ―dijo triste el joven príncipe, mirando a su madre.
―No te preocupes, hijo, tu madre estará bien, ya ves lo que dijo el doctor, no hay que darle ningún disgusto y verás como sale bien librada de esta. Mi bella esposa no puede morir todavía ―sollozó descaradamente el perverso virrey. 
Leopoldo se quedó callado, pero de pronto dijo:
―¡Oh hijo! ¡Mira una mosca en la pared! 
Carlo volteó hacia la pared, pero obviamente no había ninguna mosca. Leopoldo aprovechó y pellizcó a Adolfina, la cual chilló por el agudo dolor que sintió, pues su marido no se cortaba las uñas con frecuencia.
―¡Auch! ―se quejó la mujer y despertó de su sueño falso.
―¡Mamá! ¿Qué sucede? ―preguntó alarmado Carlo. 
Su madre permaneció callada y miró a Leopoldo con coraje, pues se le había pasado la mano con el pellizco.
―Hijo, yo… estaba teniendo un mal sueño, si fue eso. Soñé que un monstruo me estaba atacando con sus asquerosas manos ―dijo sin dejar de ver a su esposo.
―Sí, de seguro tu madre tuvo esa pesadilla porque tú no te quieres casar con la princesa ―dijo Leopoldo de inmediato.
―Papá, por favor, eso no es importante ahora, lo importante es la salud de mamá ―contestó rápidamente Carlo, pues no quería ni siquiera tocar el tema.
―Pero no hay nada de que preocuparse ―dijo Leopoldo sin hacerle caso a su hijo―, pues Carlo ya aceptó que anoche estuvo en un error y ya consideró lo que le dijimos y… ¿qué crees, puchunguita? ―miró a Adolfina con una sonrisa exagerada―, nuestro hijo se casará muy pronto con la princesa de Valle Real, ¿no es así, hijo?
Carlo sintió que un escalofrío recorría su cuerpo. Él nunca había considerado esa posibilidad y ahora su padre se estaba aprovechando de la situación para hacerle decir que si frente a su madre. El príncipe permaneció callado y frunció el seño a su padre.
Adolfina rompió el silencio incómodo.
―Hijo, mi amor. Dime que es verdad. ¿Ya aceptaste casarte? Dime que sí, por favor. Soy la mamá más feliz del mundo. Me alegra mucho que hayas pensado bien las cosas, yo siempre he dicho que un príncipe debe estar con una princesa ―y tosió un poco, para que Carlo considerara bien su respuesta.
―Bueno, mamá ―Carlo dudaba―, todavía no es un hecho que me vaya a casar con ella, sin embargo, mañana iremos a conocerla tal y como mi padre quiere ―y miró de reojo a su padre mientras tomaba las manos de su madre. 
Con estas palabras Carlo sintió que estaba traicionado a Colibrí, pero no podía desengañar en ese momento a su madre, pues ella estaba muy débil del corazón.
―No hijo, prométeme algo, prométeme que te casarás con ella, promételo ―dijo Adolfina, aprovechando la condición en la que se encontraba.
―Mamá, no puedo hacer eso, entiéndeme, aún no la conozco. Pero te prometo que la conoceré y una vez que lo haga, quizás acepte casarme con ella.
Carlo no quería decir aquellas palabras, no le nacían del corazón, se sentía forzado. La voz le temblaba y cada palabra salía con muchas dificultades. Las lagrimas estaban a punto de reventar en sus párpados, pero se aguantaba porque no le gustaba llorar frente a las personas. Solo su hermosa Colibrí lo había visto llorar en las muchas ocasiones que tenían que despedirse.
―Bueno, cuando menos ya me prometiste algo y debes cumplirme. Y tú, Leo, lánzate por un vaso de agua. Con el susto y la caída me ha dado mucha sed. Ándale, apresúrale amorcito. 
La autoridad se escuchó en la voz de Adolfina, aprovecharía su falso estado de convalecencia.
Leopoldo no supo qué decir. Claro que no le gustó la idea de obedecer a su mujer.
―Amor, pero por qué me pides agua a mí. Para eso está Clara, deja le llamo ―y comenzó a dar de gritos―. ¡Clara! ¡Clara! 
El virrey repitió el mismo nombre como diez veces, pero la joven nunca contestó. Ella escuchaba detrás de las cortinas y se puso muy nerviosa, pues le estaban hablando y sería la primera vez que no llegaría de volada a atender el llamado. No sabía qué pretexto iba a poner cuando apareciera. 
De pronto la voz salvadora para Clara se escuchó.
―Puchungo, deja a Clara tranquila. Ha de estar muy atareada. Ve tú, no seas malito, mira que estoy enfermita.
―Si papá. Ve, cumple ese deseo de mi mamá, hazlo por ella ―animó Carlo.
Si había algo que Leopoldo odiaba era que le ordenaran hacer algo, pero no tuvo más opción que cumplir con lo que su esposa le pedía. Con toda la humillación del mundo y con el orgullo por los suelos, salió de la recámara y bajó las escaleras por el dichoso vaso de agua. 




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