Albert se encontraba muy pensativo en el estudio. Su estado actual se debía a lo que le había dicho Paulette. Si ella lograba que la princesa aceptara ver al joven príncipe y también casarse con él, estaría en deuda con ella para siempre. De pronto su pensamiento fue interrumpido.
―Señor, le traje una tasita de té ―era Gloriett que entraba sin permiso al estudio―. Le va a ayudar a sentirse mejor y a relajar su mente. Mire que está hecha con baba de nopal y con alguna rama-santa, de esa que hay a la orilla del jardín. Ande, tome ―sugirió la mujer.
―Te das cuenta, Gloriett ―comentó el rey agarrando la oreja de la taza―, mi hija ahora me odia. Yo solo quiero su bienestar ―dijo Albert con aflicción.
―Por supuesto que no lo odia señor, no piense eso, su hija lo ama.
―Si es así, por qué ella piensa que quiero hacerle daño. Si quiero que se case, es por su bien, para protegerla de un gran peligro que nos asecha ―comentó alarmado―. Siento que cada vez Úrsula está más cerca y en cualquier momento nos atacará y nos destruirá ―Albert hablaba con angustia―. Yo no importo, pero ella, ella sí importa y mucho. Esta idea me está matando, el hecho de imaginar que esa mujer pueda aparecer y cumplir su promesa es algo que me aterra.
―Lo entiendo, señor. Sin embargo, la niña no estaba preparada para una noticia así, debió decirle con más calma. También usted debe ponerse en lugar de mi niña, ella no se imagina casada de esta forma.
―Lo sé, lo sé. Sin embargo, no hay otra salida. Mi hija me lo agradecerá después.
―Señor y por qué no le dice toda la verdad. Tal vez de esa manera ella pueda entenderlo y no se niegue al matrimonio ―sugirió la mujer.
―De ninguna manera ―rechazó de inmediato―. No puedo decirle. Si ella llega a saberlo viviría con la misma angustia que yo vivo. Y ella no tiene por qué sufrir nunca. Gisselle tiene el mismo carácter que su madre y podría entrar en shock al saber la verdad. No quiero arriesgarla a eso, tu idea está descartada, Gloriett ―concluyó Albert.
―Lo entiendo, señor. Entonces, ¿que hará usted?
―Aunque me duela en lo más profundo de mi corazón, sacrificaré su amor por mí. Aunque ella no quiera deberá casarse y si eso me cuesta perderla, lo asumiré ―comentó el rey y luego bajó la mirada.
Enseguida Paulette tocó la puerta.
Albert ordenó que pasara rápidamente.
―¡Oh, perdón! No pensé que estuviera muy ocupado, majestad. Cuando esté solo volveré ―comentó Paulette con falsa sorpresa.
―Claro que no Paulette, pase. Dígame qué sucedió, puede hacerlo con toda confianza, Gloriett sabe todo ―dijo Albert.
―Señor, por mí no hay ningún problema ―intervino la nana―, yo me puedo ir si así lo desea la señorita Paulette; por lo que veo, quiere estar a solas con usted ―e hizo como que se marchaba.
―¡Claro que no, Gloriett! ¡Tú te quedas! ―ordenó el rey―. A ver Paulette, acérquese y cuénteme lo que pasó con mi hija ―ordenó ansioso el monarca.
―Bueno, majestad. Yo quería decírselo dándole un masajito ―comentó descaradamente Paulette y a Gloriett se le fueron los ojos, estos le aumentaron considerablemente al oir aquella declaración.
―No era necesario que dijera eso Paulette, pero no importa que esté aquí Gloriett, ándele, hágame un masaje ―y el rey tomó asiento donde antes la sirvienta le había dado su masaje.
Paulette no esperaba aquella respuesta del rey. Lo humillante sería hacerlo frente a Gloriett, la cual soltó una risilla y se tapó la boca.
―Sí majestad, como usted ordene ―dijo incómoda Paulette.
Pero no se desanimó. Sino que ardió más y estuvo dispuesta a todo en ese momento. Albert le preguntó sobre Gisselle y la sirvienta le dijo todo lo que había ocurrido. Claro, agregó que había sido muy difícil, pero que al fin la había convencido.
―Es una excelente noticia saber que mi hija aceptó, Paulette. Me regresa el alma al cuerpo ―exclamó sonriendo el rey.
Luego interrumpió el masaje y se levantó para darle un abrazo y un beso a Paulette. Hizo lo mismo con Gloriett, la cual también estaba sorprendida de que Gisselle hubiera aceptado conocer al príncipe, si minutos antes estaba renuente a hacerlo.
―Señorita Paulette, nos va a decir cómo le hizo para que la princesa aceptara ver al príncipe ―preguntó interesada la nana.
―Pues ya ve, Gloriett ―habló en tono presumido la interpelada―, una que apenas acaba de conocer a la princesa y que la sabe aconsejar bien. No necesité de muchos años para conocerla y saber cómo pedirle que aceptara. Yo sí soy eficiente, no como otras ―habló descaradamente, como si el rey no estuviera escuchando.
―¿Está tratando de decirme algo, Paulette? ―preguntó Gloriett a la defensiva, pero el rey interrumpió.
―A ver, a ver jovencitas… bueno, tú no Gloriett… A ver las dos, se me calman. Lo importante aquí es que mi hija aceptó ver al príncipe. Anden, en lugar de estar echando relajo, hay que tener todo listo para mañana. Recibiremos a mi amigo Leo y a su esposa Adolfa con una fiesta, quiero todo organizado para mañana. Los muchachos deben enamorarse y para eso necesito que todo esté preparado. Mi hija ahora aceptó ver al príncipe, así es que el paso siguiente es lograr que se case con él ―decía el rey muy contento, pero Paulette lo interrumpió.
―Señor, no vaya tan rápido. La princesa aceptó conocer al joven, pero no aceptó casarse con él.
―Pero, ¿qué está diciendo, Paulette? ―preguntó desconcertado el rey―. ¿Por qué dice que mi hija no se casará?
―Ande, diga. ¿Por qué asegura que ella no se casará? ―segundó Gloriett.
Paulette caminó hacia la ventana sin decir nada. Se detuvo frente a los enromes cristales, miró hacia el reino y después habló sin voltear.
―Bueno, es que ella sí está dispuesta a conocerlo, pero no a casarse con él, porque… ―hizo una pausa dejando en silencio todo el recinto.
De pronto la voz chillona de Gloriett, que poco se conocía, se escuchó.
―¡Hable pues! No nos tenga aquí esperando ―se le veía ansiosa.
Albert le pidió tranquilidad a Gloriett, la cual tomó un respiro, contó hasta diez y se calmó.
―A ver Paulette, por favor, hable ya ―ordenó con calma el rey.
―Señor, es que es algo muy privado que su hija me contó. Sin embargo, no sé si sea correcto decirle, pero… esa es la razón por la que ella no se quiere casar con el joven príncipe ―comentó mirando todavía por la ventana, dándoles la espalda al rey y a Gloriett; en su cara estaba dibujada la sonrisa de la maldad y aquellos ojos calculadores que salían a relucir cuando tramaba algo.
―Por favor, Paulette, dígame lo que sea. Usted debe contármelo, yo soy el padre de Gisselle y debo saberlo, y míreme a la cara cuando le hablo ―ordenó Albert enfatizando en estas últimas palabras.
Paulette se dio la media vuelta y miró al rey.
―Está bien señor, se lo diré. Solo espero que la princesa no se enoje conmigo, pues ella me lo confió y ahora yo estoy a punto de revelarlo, pero lo hago por ella, sé que es lo mejor.
―¡Pero hable, por Dios! ¡No se haga la difícil! ―agregó la nana, que también estaba desesperada por saber aquella información. La curiosidad la mataba.
―Es el mas grande secreto de la princesa Gisselle, el más oculto. Ella siempre lo ha guardado y a nadie se lo había contado nunca. Yo fui la primera ―dijo Paulette con falsa modestia―. Es el secreto más grande que una princesa pueda guardar y, claro, para ella sería aterrador que usted o alguien lo supiera, pues sabe que no permitirá que continúe con ello.
―Paulette, usted me esta preocupando. Dígame de una vez por todas qué pasa con mi hija ―dijo Albert un poco exasperado.
―Debo admitir que al decirles esto, perderé toda la confianza de la princesa, sin embargo sé que es por su bien, pero es que entiéndanme… ―decía Paulette con la mirada en el suelo, de pronto sintió un golpe pesado en la mejilla izquierda.
Gloriett se había acercado y la abofeteó con fuerza.
―¡Ya me cansó Paulette! ¡Hable ya! ―dijo furiosa la nana, como nunca.
En realidad le había pegado porque le caía mal y porque no decía rápido el secreto de la princesa. Albert notó que se iban a agarrar de las greñas y mejor se puso en medio de las dos. Paulette también le traía ganas a la vieja Gloriett y esa bofetada podría ser el motivo perfecto para darle una paliza.
―¡Basta ya! ―gritó Albert seriamente―. Si continúan así, se me irán las dos del palacio, lo digo en serio ―aseguró el rey con voz firme y amenazante.
Paulette se tallaba el cachete enrojecido y miraba con furia a su atacante, la cual solo reía un poco.
―Es que la señorita Paulette la hace mucho de emoción, qué le cuesta decirnos y ya ―justiicó Gloriet; por dentro se moría de satisfacción.
―Entienda Paulette ―esta vez habló Albert―, es muy importante para mí saber lo que oculta mi hija. Ya no la haga tanto de emoción, que hasta yo puedo descontrolarme. Ande, ya dígame, qué sucede con mi hija, cuál es ese secreto que tanto guarda y que no quiere que se sepa ―Albert no sabía qué pensar.
―Está bien, señor ―dijo Paulette mirándolos a los dos por tiempos―. Aunque la princesa quizás llegue a odiarme, les diré.
―No, mi hija no la odiará, eso se lo aseguro, pero hable ―pidió el rey.
―Sí, ¡ya hable, caramba! ¿Para qué tanto misterio pues? ―el desespero era evidente en la nana Gloriett.
―La razón por la cual la princesa no quiere casarse con el joven príncipe y con ningún otro hombre, es porque está enamorada de alguien más.
Por un instante reinó el silencio. Ni el ruido de una mosca se oyó durante veinte segundos.
Paulette se sentó en la silla más cercana y se tapó la cara con ambas manos. Quería aparentar que estaba muy avergonzada por traicionar la confianza de la princesa, pero su declaración tenía una doble intención, ya que no daba paso sin huarache.
Gloriett también quedó anonadada al conocer aquella información. Aunque se negaba a aceptar que fuera verdad lo que decía Paulette, todo tenía sentido. Ahora entendía por qué la princesa no quería casarse. Pero lo que se negaba a aceptar era que su niña no le hubiera confiado ese secreto a ella y que hubiera preferido decírselo a Paulette, a una desconocida. Su niña no le tenía tanta confianza como ella pensaba.
El rey quedó impresionado por saber el secreto de su hija. No entendía cómo pudo desobedecerlo y llegar a tener un romance con alguien a quien nadie conocía, por lo que quince segundos después del silencio sepulcral, el rey habló.
―¿Alguien más? ¿A quién se refiere con alguien más? ―preguntó enfurecido el rey, aquella respuesta era inaceptable.
Paulette retiró las manos de su cara, se puso de pie y se dirigió al rey.
―Es un hombre ―hizo una pausa y luego continuó―, creo que lo conoció hace tiempo en un lugar cerca de aquí. Yo lo supe ahora que fui con ella. Me lo confió y me hizo prometerle que no le diría a nadie, pero yo pensé que usted debería saber majestad. Es por eso que se lo digo. Ella apenas es una adolescente, tal vez no sabe todavía lo que hace y esta ilusionada con ese hombre. ¡Vaya usted a saber de quién se trata! Y como de seguro él sabe que ella es la princesa, a lo mejor solo quiere aprovecharse de ella, o casarse, para así tener acceso a todas sus comodidades y beneficios. Tal vez sea un hombre aprovechado de la inocencia de la princesa.
―¿Puede usted jurar que eso es verdad, Paulette? ―preguntó la nana Gloriett, pues aún no aceptaba la realidad.
―¿Qué está tratando de decir? ¿Que lo inventé todo para perjudicar a la princesa?, ¿acaso está usted loca? Si lo digo es porque me parece lo más sensato y que usted majestad ―habló para el rey―, que usted tome la decisión que mejor le parezca. Yo solo cumplo con desaparecer la incógnita que usted podría formarse respecto al por qué la princesa no quería casarse. Así es que ahora me voy, creo que yo cumplo con mi parte. Todo esto me apena muchho de verdad ―mintió.
―Entiendo Paulette, muchas gracias por decirme ―comentó el rey―. Ahora esa jovencita tendrá que escucharme. Es más que claro que esa relación no puede continuar. Ella es una princesa y no voy a permitir que se mezcle con quien sabe quien. Mi hija tendrá que entender que no puede estar encaprichada con alguien que no sea de nuestro nivel social ―dijo decidido el rey.
―Yo estoy muy apenada con la princesa, no sé si pueda darle la cara, ella confió en mí y yo… ―habló Paulette agachando la mirada―… de alguna manera, la traicioné ―comentó, haciéndose la víctima.
Gloriett la miró con recelo, sin creerle ni una sola palabra, pues a pesar de que Paulette trataba de llorar, no podía.
―Despreocupe Paulette, yo me encargo ―dijo Albert con voz recia.