_“En la búsqueda de justicia, el primer paso no es valiente… es irrevocable.”_
El cielo se había pintado de un gris opresivo, como si incluso las nubes compartieran mi luto. Se apelotonaban sobre nuestras cabezas, listas para desbordarse y llorar lo que yo aún no podía. El viento helado de otoño barría con furia las hojas caídas, golpeando los árboles hasta despojarles su calma. Las aves alzaban vuelo en un estruendoso revuelo, como si también quisieran huir de aquel día. La atmósfera gritaba lo que las personas no se atrevían a decir.
Podía sentir las miradas. Sus ojos, cargados de una lástima que me perforaba como cuchillos. Esos murmullos—suaves, susurrantes, como cuchicheos de fantasmas—me perseguían, pero las palabras no llegaban a mis oídos. ¿Qué podía importar? Ninguno de ellos entendía. No podían. ¿Cómo podrían, si jamás habían sentido lo que era perder lo más preciado? Si jamás habían jurado proteger a alguien y fracasado de la manera más miserable. Sus condolencias eran vacías. Sus silencios, ensordecedores.
“Lo siento tanto”, decía una voz femenina, tímida. Alcé la vista y una vecina se encontraba frente a mí. No recuerdo su nombre. Ni siquiera me importaba.
—No. No lo sientes —solté, mi voz más fría que la brisa cortante. Vi el desconcierto en su rostro y me di la vuelta antes de que pudiera responder. No podía perder el tiempo explicándome, no a ella ni a ninguno de los presentes.
Ellos no sabían quién era Lindsy. No sabían que su sonrisa podía iluminar hasta las sombras más oscuras. No sabían que hablaba de sus sueños como si fueran certezas. No sabían que su risa era mi ancla cuando todo lo demás se desmoronaba. Y, sobre todo, no entendían lo que yo sabía con cada fibra de mi ser: Lindsy no se quitó la vida.
La policía quería cerrar el caso. “Un acto de desesperación”, dijeron. Pero yo los vi, esos rastros que ignoraron, esas inconsistencias en las que se negaron a ahondar. A Lindsy la asesinaron. Y no iba a permitir que su historia terminara en una mentira.
Mi puño se cerró con fuerza, las uñas mordiendo mi palma. El mundo entero conocería la verdad. Su asesino pagaría por lo que hizo, y yo me aseguraría de que lo hiciera. No importaba cuánto tuviera que arriesgar.
“Y sé por dónde empezar”, murmuré, mis palabras empapadas en acero y fuego. Mis ojos se dirigieron hacia el horizonte, donde las ventanas del edificio de Erick Wooler reflejaban el cielo tormentoso. Ese era mi primer paso. La cueva del enemigo.
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Editado: 10.03.2025