El Secreto de la Secretaria.

3~ El Rostro del Desastre.

_“Hay encuentros que no solo alteran el día, sino que redefinen el juego.”_

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Resultó que mi oficina estaba en la última planta, el piso 25. Por supuesto que tenía que ser la última, pensé con ironía mientras me dirigía al ascensor. Pero mi suerte no mejoró al llegar. Tres personas ya lo ocupaban, y una de ellas tenía un carrito enorme lleno de cajas y carpetas que parecía ocupar la mitad del espacio. Aun así, intenté ser educada.

—¿Hay sitio para una más? —pregunté, esforzándome por sonar amable.

No —respondieron al unísono, sin siquiera mirarme, como si mi existencia fuera completamente irrelevante. Las puertas se cerraron frente a mí, dejándome con un resoplido de frustración.

Perfecto. Justo lo que necesitaba en mi primer día. En otro momento habría discutido con ellos hasta ganar un lugar, pero ya estaba llegando tarde y no podía permitirme una pelea con empleados que ni siquiera conocía. Resignada, me giré hacia las escaleras, lista para enfrentar los 25 pisos a pie si era necesario.

Entonces, escuché voces detrás de mí.

—¡No! Saldré yo.

—¡Te digo que yo lo hago!

Me detuve en seco, girándome para ver a dos de los hombres que habían estado en el ascensor. Al principio pensé que habían cambiado de opinión al verme dirigirme hacia las escaleras. Mi humor mejoró un poco, incluso esbocé una sonrisa amable, lista para agradecerles. Pero entonces casi choqué con un hombre que apareció de la nada, interrumpiendo su absurda discusión.

—Caballeros, no hay motivo para que se peleen. Puedo esperar al próximo —dijo, con una voz grave y calmada que parecía tener el poder de detener el tiempo.

—¡No, señor! Yo le cedo mi lugar —respondió uno de los hombres, casi con devoción.

¿En serio? Esa fue la gota que derramó el vaso. Esos dos imbéciles no habían movido un dedo para hacerme un hueco, pero ahora estaban dispuestos a ceder sus lugares como si este tipo fuera algún tipo de rey. Mi paciencia se evaporó. Calculé la distancia que me separaba de las puertas del ascensor y tomé impulso.

Me planté frente al hombre justo cuando estaba a punto de entrar al elevador, interrumpiendo su discurso de falsa modestia.

—Disculpe, “caballero”. Pero llego tarde a mi oficina, y estos amables señores decidieron desocupar el ascensor. Así que voy a aprovechar el lugar, ya que usted no tiene problema en esperar al próximo. No trate de negármelo, yo lo escuché todo.

Sin darle tiempo a responder, pulsé el botón de cerrar las puertas. Ni siquiera me molesté en mirarlo a la cara. Cuando me giré, el tipo del carrito seguía allí, mirándome como si acabara de cometer un crimen.

—¿Qué? —solté, cruzándome de brazos.

—Nada. Solo quería saber, por casualidad… ¿eres nueva? —preguntó, con una sonrisa que no supe si era burlona o genuina.

—Sí. ¿Por qué? —respondí, tratando de mantener la compostura.

—Ah. Eso lo explica todo.

Antes de que pudiera preguntarle qué demonios quería decir con eso, el ascensor se detuvo en el piso 8. El hombre empujó su carrito hacia afuera, dejándome sola.

—Qué raros son aquí —murmuré al aire, el único que me hacía compañía mientras el ascensor continuaba su ascenso.

Cuando las puertas se abrieron en el piso 25, me encontré frente a un pasillo que parecía un hormiguero perfectamente organizado. Personas iban y venían con una sincronización impecable, como si cada movimiento estuviera coreografiado. Los teléfonos sonaban y eran atendidos al instante, mientras el zumbido de las impresoras llenaba el aire. Todo era un caos controlado, y yo me sentía como una intrusa en medio de esa maquinaria perfectamente engrasada.

Entonces la vi. Era imposible no notar su presencia. Una mujer alta, esbelta, caminando hacia mí con paso firme y decidido. Su falda negra abrazaba sus largas piernas de una manera que rozaba lo seductor pero sin cruzar esa delgada línea hacia lo ostentoso; una perfección calculada. Su cabello oscuro estaba recogido en un moño impecable, tan perfecto que sentí un inevitable ataque de inseguridad al recordar mi improvisado peinado de esa mañana. Me erguí un poco más, como si eso pudiera igualar la autoridad que irradiaba.

Cuando llegó a mi lado, su sonrisa era cálida pero profesional, una que no esperaba recibir en un lugar que ya sentía tan intimidante.

—Buenos días. Tú debes de ser Kassydi Halls, ¿verdad? Mi nombre es Celeste Barrel —dijo con una voz firme y melodiosa, sin esperar confirmación de mi parte—. La verdad es que hoy estás de suerte. Sígueme, por favor, te llevaré a tu lugar de trabajo. Como te decía, hoy es tu día de suerte porque, a pesar de ser tu primer día, has llegado tarde, pero tranquila, el jefe aún no ha llegado, así que nadie lo sabrá.

Mis mejillas ardieron de inmediato. Quise excusarme, explicar, decir algo que al menos minimizara mi torpeza, pero las palabras se me atropellaron en la garganta.

—Yo realmente lo siento, es que…

Antes de que pudiera terminar mi patética disculpa, algo, o mejor dicho alguien, interrumpió nuestra marcha. Literalmente, un chico de estatura mediana saltó frente a nosotras. Su cabello color caramelo y sus ojos verde esmeralda llamaron mi atención de inmediato, pero lo que realmente me desconcertó fue la manera en que me miró. Sus ojos recorrieron mi figura de arriba abajo una y otra vez, analizándome como si fuera algún tipo de objeto en exhibición. La incomodidad empezó a convertirse en irritación. Cuando estaba a punto de preguntarle qué demonios le pasaba, él simplemente chasqueó la lengua y levantó una mano con un ademán que parecía quitarle importancia a algo que solo él entendía.

—Le doy dos días. Tres como mucho —dijo con un aire de seguridad irritante, dirigiéndose a Celeste como si yo no estuviera ahí.

Parpadeé, incrédula. ¿Qué acababa de decir? Celeste, mientras tanto, me miraba también con atención, como si estuviera evaluándome desde otro ángulo. Finalmente, negó con la cabeza.




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