— ¡Perdón, Su Majestad! La sacaré de inmediato.
— No se moleste. Esa sirvienta solo quiere llamar la atención.
— O quizás resbaló. El suelo está muy liso.
Evelina oyó las voces de los hombres y abrió los ojos. Lo primero que vio fue a un desconocido. Su cabello, negro como la noche, caía sobre la frente, y unos ojos castaños la examinaban con intensidad. Aquella mirada… interesada. Fiera. Ardiente. Encendió una llama en su interior, y su sangre empezó a hervir como lava.
Él no decía una palabra, pero su comportamiento hablaba por sí solo. La observaba como un depredador que, tras una larga cacería, finalmente atrapó a su presa. Sus labios, apretados en una fina línea, parecían contener la furia. La barba incipiente y las cejas rectas solo acentuaban su expresión severa. Estaba demasiado cerca. Unos brazos desconocidos la sujetaban firmemente por la cintura.
— Es la primera vez que alguien se desmaya con solo mirarme —murmuró con una sonrisa satisfecha. Su voz, un barítono áspero, vibró como una cuerda en el corazón de Evelina y la hizo estremecer.
Por fin logró ponerse en pie, sintiendo el suelo firme bajo los pies. El hombre soltó su cintura, y otro joven la tomó de los brazos con expresión severa, como si hubiera cometido un crimen. Evelina parpadeó con inocencia, intentando entender dónde se encontraba. Miró a su alrededor, asustada, y llevó la mano a la cabeza, donde un dolor punzante le explotaba en las sienes.
— ¿Qué ha pasado?
El desconocido estaba ahora sentado en una gran silla, junto a una mesa. Su atuendo extraño —una camisa con mangas amplias, una bufanda blanca en el cuello y un sobrio chaqué negro— parecía sacado de una obra de teatro. Para confirmar su sospecha, una corona dorada con piedras preciosas brillaba sobre su cabeza. El joven que sostenía sus brazos la sacudió con brusquedad:
— Vámonos de aquí.
Solo entonces Evelina notó que él llevaba ropa parecida. A la luz de las velas, varios hombres la observaban desde la mesa. Un cochinillo entero descansaba en una gran fuente, rodeado de otros manjares. El desconocido con corona frunció el ceño:
— ¿Te sientes mal? —preguntó sin aparente preocupación, como si fuera pura cortesía. Evelina intentó soltar su brazo, pero el joven la sujetaba con fuerza.
— Creo que ya lo entiendo. He muerto, ¿verdad? El taxi me mató. No imaginé que el otro mundo me recibiría con semejante… galán —la última palabra la dijo apenas en un susurro, avergonzada por su repentina confesión.
— Disculpe, Su Majestad. La sirvienta debe haberse resbalado —intervino un hombre alto y elegante, levantándose de la mesa. Se acercó a Evelina—. No merece su atención. Por favor, continúe su comida.
Evelina fue casi empujada fuera de la sala. Las puertas de roble se cerraron con firmeza ante sus narices, pero aún sentía sobre sí la mirada penetrante de aquellos ojos castaños. Entonces, un hombre con un llamativo traje amarillo se inclinó demasiado cerca y le susurró al oído, como una serpiente venenosa:
— ¿Qué estás haciendo? ¿Por qué caíste en brazos del rey?
— No entiendo nada. ¿Es una broma? ¿Dónde estoy? —dijo Evelina, desorientada. Miró a su alrededor: en las altas paredes del pasillo colgaban cuadros, y en los candelabros plateados ardían velas.
— Te has golpeado fuerte, eso está claro. Ayne, trae un poco de agua —el hombre asintió, y el joven que la sujetaba desapareció por una puerta lateral—. ¿Estás tan nerviosa por lo de esta noche que casi te desmayas?
— ¿De qué habla? ¿Quién es usted? Recuerdo que cruzaba la calle, el sonido de un claxon… y luego oscuridad —sus ojos azules se abrieron de par en par. Como si de pronto lo comprendiera todo, se llevó la mano a la boca—. ¿He muerto?
— ¿Ayne? —preguntó el hombre, inseguro, como si dudara de lo que veía.
— ¿Qué es “Ayne”?
— Es tu nombre —le respondió, tomándola por el brazo—. Ven conmigo. No es lugar para hablar de tu “enfermedad”.
La condujo por un largo pasillo, y ella, como una muñeca obediente, caminaba tras él. Sentía un zumbido en la cabeza, como miles de abejas. Cada paso costaba un esfuerzo. Solo entonces reparó en su extraño vestido marrón, con un delantal blanco manchado y un corsé que oprimía el pecho. Las mangas largas cubrían sus brazos, y en la cabeza sentía una prenda incómoda. La quitó con prisa y se sorprendió ante lo ridícula que era: una cofia blanca, con volantes en los bordes, más digna de un disfraz.
El hombre abrió una puerta y entraron en una sala amplia. Evelina sintió que estaba en un museo. Una mesa antigua, una chaise longue, un piano negro y grandes candelabros. Del techo colgaba un enorme candelabro con velas encendidas. El desconocido cerró la puerta y se colocó las manos en la cintura:
— ¿Me reconoces?
Evelina lo observó con atención. Alto, delgado, con el cabello castaño recogido en una coleta. Sus ojos grises destilaban curiosidad, y sus cejas, arqueadas de forma graciosa, lo hacían parecer aún más intrigante. Tenía el rostro afeitado, pómulos marcados y labios llenos. Era atractivo, sin duda. Pero no, jamás lo había visto. Negó con la cabeza.
El hombre se pasó la mano por el cabello como si quisiera arrancárselo de raíz. La miró con decepción, como si ella hubiera hecho algo mal.
— ¡Maldita sea! ¡Qué momento para esto!
— ¿Puede explicarme qué está pasando?
— Puedo —suspiró con fuerza—. Creo que de alguna forma entraste en el cuerpo de Ayne. Probablemente moriste en tu mundo y desplazaste su espíritu. Eso sucede. A veces. Muy raramente —ante su mirada incrédula, se corrigió—: Nunca. Solo lo he leído. Debe haber una razón. La encontraré. Pero por ahora, necesitas hacerte pasar por Ayne y no revelar tu identidad. A menos que quieras… morir otra vez.
Evelina lo miraba como si estuviera loco, intentando comprender. ¿Estaba muerta? No era así como imaginaba el más allá. Procesando sus palabras, soltó el ridículo gorrito, que cayó al suelo con un susurro: