El secreto de la sirvienta

3

— Definitivamente no eres Ayne. Ella jamás habría dejado pasar algo así, era demasiado avara. Además, no me debía nada. Vamos.

Evelina lo siguió con paso incierto. Los amplios pasillos con molduras ornamentadas en las paredes le daban la sensación de estar en un museo. Ventanas altas con vitrales estrechos, cuadros enmarcados en oro, suelos de mármol… todo irradiaba lujo. Pero en cuanto cruzó el umbral y las pesadas puertas se cerraron detrás de ella, aquella opulencia desapareció. Se encontraron en un corredor más estrecho, de paredes claras. Derek cerró la puerta tras ellos, como si con ese gesto los separara del mundo privilegiado.

— Esta es la zona del servicio —dijo mientras avanzaba hacia la primera puerta a la izquierda y la abría—. Esta es la habitación de Ayne. Compartirás el cuarto con otras muchachas.

Evelina entró en la estancia angosta que recordaba a una sala de hospital. El aire estaba viciado, con olor a humedad, y le hizo cosquillas en la nariz al primer respiro. Quiso abrir una ventana, pero al ver los cristales turbios en su marco de madera desgastada, supo que sería inútil. Derek señaló una cama con sábanas grises de tanto uso.

De repente, una muchacha irrumpió en la habitación. Tenía el cabello rubio y despeinado, tan largo que le llegaba a la cintura. Sus ojos verdes desbordaban rabia, y sus delgados dedos se clavaron en el cuello de Evelina. El espasmo la sorprendió y le cortó la respiración. La presión aumentó.

— ¡Te voy a estrangular, bruja!

Derek la apartó de Evelina con rapidez.

— ¡Maggie, estás loca!

La chica forcejeaba entre los brazos del hombre.

— ¡Me puso excremento de ratón en el té! ¡Solo porque le manché el delantal!

Evelina se frotó el cuello, como asegurándose de que seguía intacto. Al parecer, Ayne ya se había hecho enemigos… con los que ahora ella tendría que lidiar. Bajó los brazos con resignación.

— Probablemente no fui yo. No haría algo tan infantil.

— ¿Probablemente? ¿O sea que no estás segura?

Maggie ya no forcejeaba, pero la miraba con desconfianza. Derek frunció el ceño.

— No están en un gallinero. ¡Basta de disputas! Las sirvientas de Su Majestad no deben comportarse así. Vuelve a tus labores. No te pagan por discutir. Y si vuelvo a oír algo semejante, las dos se irán del palacio sin mirar atrás.

Maggie pareció despertar de un trance. Arregló su vestido con un movimiento brusco y salió de la habitación con la cabeza en alto, pero por su expresión, Evelina supo que el conflicto no había terminado.

Derek le mostró la cocina —que no causó buena impresión— y otras áreas del servicio. Evelina no quería vivir así. Deseaba volver a casa y rezaba para que Elizar encontrara una forma de devolverla a su cuerpo.

Mientras limpiaba un gran espejo en los aposentos reales, se detuvo a observar su nuevo reflejo. Ayne era hermosa. Cejas oscuras arqueaban sobre unos ojos azules como flores de aciano. El cabello castaño, espeso y largo, caía trenzado hasta la cintura como racimos de uvas. Sus labios carnosos harían suspirar a cualquier mujer, y su cintura frágil realzaba su silueta. La verdadera Evelina no se parecía en nada. Siempre había pasado desapercibida, nunca recibía la atención de los hombres ni miradas de admiración.

Esa noche no le tocó servir al rey, y lo agradeció. Sus ojos oscuros la visitaban en sueños, cargados de una mirada que no podía olvidar... una mirada que parecía acusarla en silencio.




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