El secreto de la sirvienta

4

Afuera apenas comenzaba a amanecer, y los primeros rayos del sol abrazaban la tierra con una calidez tímida. Evelina sintió el rocío sobre sus piernas desnudas. Sus viejos y rígidos zapatos estaban empapados, el cuero húmedo le rozaba incómodamente la piel.

Elizar se detuvo junto a unos arbustos perfectamente recortados y fijó la mirada en un cerezo cargado de frutos maduros y jugosos.

— Creo que este lugar servirá. Necesitas aprender a invocar tu magia. Relájate, extiende las manos y concentra toda tu energía en las palmas.

Evelina obedeció, pero no ocurrió nada. En realidad, no sabía qué esperar, ni cómo se suponía que la magia de Ayne debía manifestarse.

— Si le quito la magia a Anvar… ¿la guerra terminará?

— Se verá obligado a firmar la paz —respondió Elizar, desviando la mirada. Claramente no quería ahondar en el tema.

— ¿Por qué? ¿Acaso no hay más magos en el reino?

— Sí los hay, pero perdería autoridad. Aquí, todos los que poseen magia son respetados, aristócratas. Los plebeyos casi nunca tienen poder.

Le resultaba extraño estar frente a un árbol, con los brazos estirados como si pintara formas invisibles en el aire, esperando un milagro. Aprovechó el silencio para intentar obtener alguna respuesta más.

— ¿Casi nunca? Pero no siempre, ¿verdad? Ayne era plebeya, ¿no es así? Si no, no sería sirvienta.

— Escuchas con atención —dijo Elizar, acercándose a ella. Le sujetó las manos con suavidad, impidiéndole completar aquel círculo invisible. Le enderezó las muñecas y apuntó con sus dedos al árbol, lanzándole una mirada firme—. Ayne tenía un don único, y sabía controlarlo. Llegó a ser sirvienta personal del rey… y mantenerse en las sombras.

— Sospecho que ese ascenso meteórico no fue solo mérito suyo.

— En parte —Elizar le tomó los dedos entre los suyos. Los apretó con ternura, bajó las manos y se inclinó levemente hacia ella. Sus ojos grises eran como un torbellino, oscuros en los bordes, y atrapaban la mirada sin esfuerzo—. Ayne confiaba en mí, y quiero que tú también lo hagas. No deseo hacerle daño a Anvar. Solo quiero detener esta guerra.

Para Evelina todo aquello era demasiado complejo, lleno de matices y secretos que Elizar claramente no estaba dispuesto a compartir. O al menos no con ella. El hombre se inclinaba cada vez más, reduciendo la distancia entre ambos. Los separaban apenas unos centímetros. Ella, despertando del hechizo, susurró casi contra sus labios, rompiendo la tensión de la escena:

— ¿Nunca intentaste hablar con él?

— Cientos de veces. Pero es sordo a mis razones. Allí fuera mueren personas, mujeres y niños inocentes. No puedo dormir tranquilo mientras esta masacre continúe.

La mención de niños y mujeres perforó el pecho de Evelina como una daga envenenada. Dolía pensar que alguien sufría por las ambiciones imperiales de otro. Sintió una punzada de furia que se le alojó en el alma como espinas ardientes. Notó un cosquilleo en la punta de los dedos. Bajó la vista: pequeñas chispas brillaban fugazmente en sus palmas, amarillas con destellos rojizos, relampagueaban y se apagaban al instante. Asustada, cerró los puños.

— ¡Sí! ¡Eso es! —exclamó Elizar, casi saltando de alegría. Se inclinó hacia ella y le dio un beso entusiasta en la mejilla, dejando una húmeda marca en su piel. Evelina bajó la cabeza, ruborizada, sin entender por qué Elizar se tomaba tales libertades. Él no pareció notar su incomodidad y continuó con sus instrucciones—. ¡Muy bien! Abre los puños e intenta dirigir la energía al árbol. Haz que los cerezos se marchiten.

Evelina agitó las manos hacia el árbol, pero esta vez no pasó nada. Las chispas desaparecieron, y el cosquilleo se esfumó.

Durante el día evitó cruzarse con el rey. Ese hombre despertaba algo extraño en su pecho, una mezcla de temor y confusión. Mientras lavaba ropa sucia, añoró su lavadora. Al caer la noche, servía platos y llenaba jarras, haciendo todo lo posible para que no la enviaran al salón principal, donde los nobles celebraban sus banquetes.

Después de la cena, un paje se le acercó con cara de pocos amigos.

— Ayne, el rey te llama. Lo siento… está furioso. Me temo que esta noche… te irá muy mal.




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