Anvar estaba sentado en sus aposentos, frente a una mesa de roble, haciendo girar lentamente una copa de vino tinto entre los dedos, jugando con el licor embriagador. A la luz tenue de las velas, el líquido relucía con un profundo tono carmesí.
El rey no lograba encontrar la calma. Saboreaba el vino a solas, después de haber despedido a todos los sirvientes. A todos... menos a Ayne.
Pero ella no se presentó. Desatendió sus deberes y no vino a preparar sus aposentos para la noche.
Al recordarla, Anvar soltó un bufido de irritación. Hasta ayer ni siquiera sabía su nombre —un rey no debería rebajarse a recordar tales trivialidades— pero desde que casi se desmaya en sus brazos, su imagen lo perseguía sin tregua.
Apretó el puño con rabia. ¡Maldita chica! Había despertado en él deseos inoportunos. La guerra lo había consumido por completo, hacía años que no se permitía un respiro. Pero ella... Ayne le parecía una flor recién abierta, un soplo de aire puro, un faro en medio de la noche.
Y sin embargo... no era condesa, ni marquesa. Ni una pizca de magia en sus venas. Una simple plebeya, indigna incluso de su mirada. Pero estaba decidido: por una vez, haría una excepción.
Ordenó a un paje que la llamara. La impaciencia lo devoraba por dentro, dando paso a pensamientos cada vez más pecaminosos.
Finalmente, la puerta se abrió.
Anvar se obligó a no mirarla. Mantuvo la vista fija en el vino, que aún no había probado. Escuchaba sus pasos menudos, el roce de sus faldas y un suspiro que, más que tranquilizarlo, le heló la sangre.
No pudo resistirse. Volvió la cabeza.
Ayne estaba de pie ante él, el mentón alzado con orgullo. Su cabello color chocolate no estaba recogido bajo la cofia, como mandaba el protocolo de las sirvientas. Lo llevaba trenzado en dos largas cuerdas que caían por su espalda en cascadas brillantes.
Sus labios rojos como pétalos de rosa, sus cejas oscuras arqueadas con elegancia... su piel cobriza incitaba a tocarla. Pero lo que más lo desarmó fueron sus ojos: un azul cielo que lo desafiaba con rebeldía. No hizo ni una reverencia al entrar.
Un acto de descaro absoluto.
Anvar frunció los labios. Seguramente Ayne se sentía protegida por el favor de Elizar y creía tener derecho a comportarse así.
El rey la observó en silencio, sin disimular cómo sus ojos recorrían su rostro, su cuello delicado, el escote apenas insinuado...
—¿Me mandó llamar? ¿Puedo ayudarle en algo? —su voz lo sacó bruscamente de sus fantasías.
El hombre dejó la copa sobre la mesa y frunció el ceño.
—¿Cómo te atreves a hablarme tú primero? ¿Y con ese tono?
—Perdón, pero ese silencio me resultaba agobiante. Alguien tenía que hablar.
Insolente. No le hablaba como a un rey, sino como a un igual. Ninguna mujer lo había mirado así antes: sin temor, sin adulación, con una temeraria indiferencia.
—El primero debía ser yo. ¿Quién te ha enseñado modales? A mí me sirven los mejores. No soporto ignorantes.
—Tal vez me salté unas clases… no fui la alumna más aplicada.
—¿Y te las saltaste por culpa del príncipe Elizar?
—¿Príncipe? ¿Elizar es príncipe? —preguntó, fingiendo o sinceramente sorprendida.
Anvar no estaba seguro si realmente lo ignoraba o si Elizar le había ocultado ese detalle. Apretó con rabia el botón dorado de su chaqueta. Los sirvientes no sabían guardar secretos... ¿o sí?
Con voz neutra, pero cargada de tensión, aclaró:
—Es mi medio hermano menor.
—Ah, eso explica su arrogancia.
—¿Y qué explica la tuya? —Anvar se puso de pie y comenzó a caminar hacia ella.
A cada paso notaba cómo se le apagaba la seguridad. Las chispas en sus ojos comenzaban a desvanecerse. Ella miraba alrededor como buscando una vía de escape.
Se detuvo demasiado cerca.
No era momento de mantener las formas con una sirvienta. Escuchaba su respiración temblorosa. Ahora parecía un conejito asustado. Muy diferente de la valiente muchacha que había entrado por esa puerta.
Había descubierto su juego. En el fondo, le temía. Como todos.
Se inclinó, y con su voz más dura, susurró al oído, sin ornamento ni dulzura:
—¿Crees que por calentar la cama del duque puedes dirigirte a mí con semejante descaro?
La joven negó con la cabeza, horrorizada, y dio un paso atrás.
—Yo no caliento su cama.
—Los vi esta mañana, en el jardín. ¿Qué hacían?