El secreto de la sirvienta

6

Los ojos de la joven delataban confusión. Se mordió el labio inferior, como si lo estuviera poniendo a prueba, intensificando ese deseo que ya hervía dentro de él.
Anvar lo entendió al instante: fuera lo que fuera a decir Ayne, sería una mentira.
Ella tragó saliva con nerviosismo, confirmando así sus sospechas:

— Estaba entrenando... perfeccionando sus habilidades mágicas. Yo solo le ayudaba como asistente.

— Para eso existen los magos de combate. ¿Por qué entrenar contigo?

— Deberías preguntárselo a él —dijo, ahora más firme, enderezando la espalda—. Yo solo seguí órdenes.

— Eres mi sirvienta. Solo deberías servir a mí. No olvides recordárselo a mi hermano, si es que lo ha pasado por alto.

Anvar acortó la escasa distancia que aún los separaba. Se esforzaba por no abalanzarse sobre ella como un animal hambriento. Y es que lo estaba. Hacía tanto que no compartía cama con su favorita… La guerra lo había absorbido por completo. Ya era hora de distraerse.

Extendió la mano, le apretó las nalgas con fuerza y se inclinó en busca de sus labios.
Le enseñaría quién mandaba en ese palacio. La besaría con dominio, sin ternura, con la autoridad que exigía obediencia.
Pero en lugar de dulzura, sintió en la mejilla un sonoro bofetón.

Ayne se soltó de su agarre, retrocedió hasta la puerta y alzó un dedo amenazante:

— No se atreva a tocarme. Si lo que desea es agua, vino, encender la chimenea o alisar las sábanas, con gusto cumpliré mis tareas. Incluso puedo llamarle a alguna de esas muchachitas que lo miran con adoración. Pero sus manos… lejos de mí.

Anvar se quedó inmóvil, sin apartar la mirada furiosa de la joven.
Un bofetón. Nadie se había atrevido jamás. Ninguna mujer le había dicho que no.
No, su mejilla no dolía… pero su ego sangraba.

— ¿¡Cómo te atreves!? ¿Has levantado la mano contra el rey? ¿Sabes que eso se castiga con la muerte? ¿Acaso deseas morir?

— Solo defendí mi honor. Ningún título le da derecho a tratarme así. Y si conservar mi dignidad significa morir... —se encogió de hombros con frialdad—, que así sea.

Intentaba parecer valiente, pero él podía ver el miedo en sus ojos, el temblor sutil de su cuerpo, las notas inseguras en su voz.
No pensaba perdonar semejante insolencia.

— Con mi hermano eres más complaciente. Él rara vez se fija en sirvientas. Solo en condesas o, como mínimo, marquesas. ¿Qué hay entre ustedes? ¿Una conspiración? ¿Lujuria? ¿Pasión? ¿Amor? —escupió la última palabra con burla.

— Nada. Él entrenaba, yo pasaba por ahí y me pidió ayudar. Deshágase de sus fantasías vulgares.

Anvar quería la verdad. Quería saber qué unía a su hermano con aquella criada.
El miedo era su mejor herramienta.
Nadie le hablaba así. Su osadía solo alimentaba ese deseo primitivo de doblegarla, enseñarla, domarla.

— Una mujer debe ser dócil, dulce, no discutir con un hombre.

— Entonces no hablas de una mujer… hablas de un perrito. Una mujer también tiene derecho a pensar, a exigir respeto, aunque sea un poco.

— Te crees muy lista para una sirvienta. ¿Te cansaste de vivir? —su voz era un trueno, su figura, una tormenta que se cernía sobre ella.

Ayne temblaba, aunque intentaba disimularlo.
Su pecho subía y bajaba rápidamente. Anvar creyó escuchar su corazón acelerado, latiendo al ritmo del pánico.
Finalmente, bajó la mirada.

— No, no quiero morir. Pero si vivir significa acostarme con el primer hombre que me lo exija… prefiero la muerte.

— ¡Yo no soy un hombre cualquiera, soy el REY! —bramó. Las ventanas vibraron con su rugido.

Pero en vez de asustarse más, Ayne lo miró a los ojos con la calma de quien ya se ha despedido de la vida.
Se mordió el labio y murmuró:

— Aun así, eso no cambia nada. ¿No desearía usted ser amado, anhelado… deseado? ¿No le gustaría que lo quisieran no por su título, sino por lo que es? —sus ojos azules brillaban con lágrimas que luchaban por no caer.

Ella había dicho en voz alta aquello que él mismo se preguntaba desde hacía tiempo.
No creía en esas tonterías del amor… pero dolía reconocer que fuera del trono, no tenía mucho más.

— Pagarás por tu insolencia. Ni siquiera hiciste una reverencia al entrar.

— Lo olvidé —dijo con sarcasmo, e hizo una reverencia burlona—. ¿Así está mejor?

La paciencia de Anvar se quebró.
Ella lo estaba probando, retándolo, pisoteando cada trazo de su autoridad.

— ¡Gascon! —la puerta chirrió, y un sirviente asomó con cautela.

— Acompaña a Ayne a sus aposentos. Que espere su castigo.
Será ejemplar. Según la ley, golpear al rey se paga con la muerte.

Vio cómo el rostro de la muchacha palidecía, y añadió con tono gélido:

— Tiene hasta el amanecer para reflexionar… y pensar cómo me va a complacer.



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En el texto hay: fantasia, romance, amor

Editado: 17.06.2025

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