Evelina caminaba a paso ligero hacia los aposentos del servicio. Aún no podía permitirse llorar, aunque las lágrimas ya formaban pequeños lagos al borde de sus ojos. Gascon la seguía de cerca, aunque su presencia no era necesaria. Por dentro, una tormenta seguía arrasando su alma. Odiaba el mundo en el que había caído, y esa belleza prestada que solo le traía problemas.
¿Se habría fijado en ella el rey si la viera como realmente era? Lo dudaba. Pero Ayne era hermosa. Era difícil vivir en un mundo donde las palabras de una mujer no valían nada. Tenía una segunda oportunidad, y no pensaba malgastarla… ni morir por un rey arrogante.
Se detuvo frente a la puerta de aquella habitación que más parecía una celda. Con esperanza, miró a Gascon:
—¿El rey de verdad me va a colgar?
—No necesariamente —respondió él.
Evelina suspiró aliviada… hasta que el muchacho completó su frase con cruel indiferencia:
—También puede optar por la guillotina, o encargar al verdugo. Su imaginación no tiene límites.
Con piernas de plomo, entró a la habitación y se dejó caer sobre el colchón duro, relleno de paja. Se abrazó a sí misma… y por fin dejó que las lágrimas corrieran. Todo esto parecía una broma cruel del destino. Aún sentía la mirada ardiente de aquellos ojos oscuros sobre su piel.
Anvar la veía como un juguete. Algo para usar… y desechar. No dejaba de recordarle su título de rey, como si solo con su aliento ella tuviera que derretirse a sus pies. Las leyes de ese mundo la enfurecían. Se sentía como una condenada sin voz ni derechos. Tal vez debió comportarse con más tacto frente a él, pero no podía permitir mostrar debilidad. No iba a entregarse a un extraño, a un tirano sin corazón. No sabía si el cuerpo de Ayne era virgen… pero el suyo sí. Y siempre había soñado que su primera vez sería con alguien que amara de verdad.
El amanecer sería el último de su vida. Elizar no la protegería. Y ella no sería capaz de matar a Anvar. Por muy déspota que fuera, no podría quitarle la vida. Comprendía que, sin magia, no le servía de nada a Elizar. Y él no arriesgaría su posición por una simple sirvienta.
Pero no pensaba quedarse sentada esperando la muerte. Se secó las lágrimas con la palma y se puso de pie. Enderezó los hombros, alzó el mentón, como si le hubieran brotado alas. Esperaba que el rey no la hubiera encerrado. Y desde luego, no esperaba que previera una rebelión… en ese barco que se hundía, al que llamaban palacio.
Con cautela, abrió la puerta… y sonrió. No se había equivocado. No había guardias. Nadie vigilaba sus movimientos. Con paso cada vez más firme, avanzó por el corredor, aunque su corazón golpeaba como loco. Sabía que un solo paso en falso… y estaría perdida. Entonces ya nada la salvaría del castigo del rey.
Logró salir por la entrada del servicio. Los guardias la ignoraron, y Evelina siguió caminando. No sabía si Anvar ya había dado la orden de ejecutarla, así que ni se atrevió a acercarse a la entrada principal.
Se dirigió rápido al jardín. A la luz de la luna, todo se sentía distinto. Cada sombra la inquietaba y desataba su imaginación. Creía ver criaturas extrañas… pero al fijarse mejor, eran ramas, flores, estatuas de mármol.
Nunca había temido a la oscuridad. Pero esa noche, la incertidumbre le erizaba la piel. Sintió una mano sobre el hombro y dio un respingo. Al girarse… suspiró aliviada. Era solo una rama del viejo manzano.
Evelina echó a correr. Si se demoraba, la encontrarían. Se detuvo solo cuando llegó a una alta muralla que rodeaba el palacio. Estiró los brazos. Nada. No alcanzaba la cima. Se sintió como un pajarito atrapado en una jaula.
Pero no perdió la esperanza. Siguió la muralla hasta encontrar un árbol. Sus ramas casi tocaban el borde. Decidió arriesgarse. Trepó. Abrazó una de las ramas y empezó a avanzar. La corteza rugosa le raspaba las palmas. La rama era delgada, frágil…
Se oyó un crujido. Y ella cayó al suelo.
El dolor en la pierna fue inmediato. Y entonces, detrás de ella… una carcajada masculina.
—Vaya, otra buscadora de aventuras.