Anvar se despertó temprano. Más temprano de lo habitual. Contra lo que esperaba, Aine no apareció. Maldita muchacha, no salía de su cabeza.
Si no venía por su cuenta, pensó, seguramente aparecería Elizar. Su hermano sin duda intervendría en nombre de su protegida, lo cual no haría más que confirmar sus sospechas.
No entendía por qué Aine se empeñaba en negar su relación con Elizar. Cualquier otra mujer en su lugar estaría presumiendo, al fin y al cabo, atraer la atención de un príncipe se consideraba un gran logro.
Se sentó en la cama y hizo sonar una campanilla. Un paje somnoliento se asomó por la puerta.
—Llama a los sirvientes. Ya estoy despierto. Que me ayuden a vestirme —ordenó con voz ronca, aún arrastrando el sueño.
Estaba impaciente por ver a Aine, escuchar sus súplicas y sentir la dulce satisfacción de su victoria.
Los sirvientes entraron en silencio, como sombras, y comenzaron su tarea. Una criada abrió las pesadas cortinas dejando entrar la luz del sol. Otra trajo el agua para el aseo; una tercera arreglaba las sábanas.
Pero entre ellas no estaba la que había perturbado su sueño toda la noche. Anvar frunció el ceño con furia. Se había atrevido a no presentarse. Seguro que aún se acurrucaba en brazos de su hermano, rogándole protección.
La sola idea le encendió un fuego rabioso en el pecho. Ardía, le consumía las entrañas, como llamas del infierno imposibles de apagar, ni siquiera con el agua que se echó al rostro.
Se lavó deprisa, pero el frescor no logró calmarlo.
—Llamen a Aine. Es ella quien debe traerme la ropa.
Notó el miedo en los ojos de la sirvienta y eso le complació. Así debía ser una mujer: sumisa, obediente, silenciosa. La muchacha asintió y desapareció enseguida tras la puerta.
Los minutos pasaban lentos. Sentía que Aine lo hacía a propósito, lo obligaba a esperar. Finalmente, la criada regresó y, como si nada, empezó a organizar su ropa.
—¿Dónde está Aine?
—No está en su habitación. No durmió allí esta noche. Ya la están buscando.
Anvar torció la boca con disgusto. Sabía perfectamente en qué cama se había acostado.
Quiso irrumpir en los aposentos de su hermano y sacar a la muchacha de los cabellos. Contuvo la rabia apretando con fuerza los labios. Ni siquiera él comprendía por qué perdía la cabeza por una simple sirvienta.
Le colocaron la chaqueta y le acomodaron el pañuelo del cuello.
—Llamen a Elizar. Quiero verlo.
El hermano tampoco se apresuraba en aparecer, lo cual solo aumentaba su furia.
Por fin, con paso firme, Elizar entró en la habitación. Inclinó ligeramente la cabeza, como dictaba la etiqueta.
—¿Deseabas hablar, Majestad? Imagino que ha ocurrido algo terrible si hay asuntos urgentes antes del desayuno —en su voz, Anvar detectó un matiz de falsedad, de lisonja.
Tampoco él parecía tener prisa en rogar clemencia por su favorita. Daba la impresión de que el rey había perdido la autoridad que tanto le había costado forjar.
—Sí, Elizar, ha ocurrido. Mira mi ropa: arrugada, mal colocada, llena de pliegues —y notó la mirada crítica del hermano sobre su traje perfectamente planchado—. Tu protegida no cumple bien con sus deberes, y hoy ni siquiera se presentó. Parece que atenderte le absorbe tanto tiempo que ya no puede hacer su trabajo.
Editado: 24.07.2025