—¿De quién hablas? Espero que no sea de Berta...
Su hermano se burlaba abiertamente de él, fingiendo inocencia. Por algún motivo mencionó a la ama de llaves, la anciana Berta, que ya pasaba los sesenta.
Anvar no entendía por qué esos dos tortolitos se empeñaban en ocultar su relación. Incapaz de contener la ira, golpeó la mesa con el puño:
—¡¿Qué demonios tiene que ver Berta?! Estoy hablando de Aine.
Elizar se tensó visiblemente. Sus ojos se llenaron de desconcierto y sus mejillas se tiñeron de un rojo intenso. Bastaba con mencionar el nombre de la joven para que se comportara como una doncella atrapada en falta.
—¿Aine? ¿Y qué tiene que ver ella? Yo no tengo nada que ver con esa chica.
—¿Ah, no? —Anvar frunció el ceño con furia y se inclinó hacia él—. Te vi en el jardín. La besaste.
—¿De verdad llamas “beso” a ese roce inocente en la mejilla? Estaba angustiada por haberse avergonzado delante de ti. Solo quise consolarla. Ni siquiera me había fijado en ella hasta que tú la mencionaste. Pero, ahora que lo dices… es hermosa. Quizás empiece a observarla con otros ojos.
Elizar parecía provocarlo deliberadamente. Anvar hervía por dentro, como magma a punto de estallar. Su voz sonó cortante, afilada como acero:
—¿Entonces niegas que despertaste en sus brazos esta mañana?
—Sí. Dormí solo. ¿Qué te pasa, hermano? ¿Desde cuándo te interesa con quién paso las noches?
Anvar suspiró con fuerza. Ni él mismo entendía qué le ocurría. Sus ojos recorrieron la habitación con severidad y se encontraron con las miradas curiosas de los sirvientes y un murmullo de risas ahogadas. ¡Justo lo que le faltaba: chismes!
—¡Fuera todos! Déjennos solos, el príncipe y yo —bramó.
Los sirvientes salieron disparados como gorriones asustados. Anvar se acomodó la pañoleta del cuello, que sentía como una soga.
—Aine. Ayer se atrevió a desafiarme. La amenacé con la pena de muerte. Hoy ha desaparecido. Pensé que había ido a llorar a tu hombro.
Elizar frunció el gesto; en sus ojos brilló un atisbo de miedo. Estaba claro que la muchacha no le era tan indiferente como pretendía.
—¿Desafiarte? ¿Cómo?
Anvar entornó los ojos, sin querer admitir que ella había despreciado su atención. Nadie se había atrevido jamás a algo así, mucho menos a darle una bofetada. Aún no comprendía cómo había tenido la paciencia de no castigarla en el acto.
—No importa. Lo esencial es encontrarla y traerla ante mí. Esa falta de respeto no quedará impune. ¿Quién se cree que es? ¿De dónde ha salido? O no conoce las normas básicas, o las desafía con premeditación.
—¿Por qué te afecta tanto una simple sirvienta? Tus ojos brillan cada vez que hablas de ella. ¿No estarás enamorado?
—No digas estupideces. Tengo una guerra en puertas, dos candidatas al trono y el senado encima exigiendo un heredero.
Elizar se acarició la barba con gesto pensativo y entornó los ojos con picardía:
—Vamos, admite que ya no eres un jovencito...
—¿También tú? ¡Ni siquiera he cumplido los treinta! —rugió Anvar con los ojos encendidos.
—Pues no falta mucho. Dicen que Sessil es una verdadera belleza. Creo que opacará con su hermosura incluso a Milberga.
—La belleza no lo es todo. Lo que importa es lo que despierta en uno.
Encuentra a Aine y tráela ante mí.
Elizar asintió y salió a cumplir la orden.
Anvar, furioso, lanzó un manotazo y derribó un vaso vacío, que se estrelló contra el suelo de mármol. Los fragmentos de vidrio se esparcieron por doquier, pero al rey no le importó.
¡Maldita sea esa chica! Pagará caro por su desprecio. Inmediatamente hizo llamar a Gustav.
El hombre rubio se presentó con una reverencia en la puerta, pero Anvar no estaba de humor para protocolos:
—Ve con Elizar a buscar a Aine. Si la encuentra y decide ocultarlo, no lo impidas. Averigua dónde piensa esconderla y me informas.
Hasta ahora, Anvar había confiado plenamente en su hermano, pero esa chica, con los ojos claros como la brisa marina, le sembraba dudas.
Fuera como fuera, descubriría la verdad sobre esa pareja.
Durante todo el día no logró calmarse. Esperaba noticias, ansiaba ver a Aine, dominar su carácter indómito.
Tal como imaginaba, por la noche Elizar informó: la muchacha no aparecía por ningún lado.
Fingió indiferencia, pero cuando se quedó a solas con Gustav, esperaba escuchar algo más, confirmar sus sospechas.
El hombre se encogió de hombros:
—Revisamos toda la ciudad y los alrededores. Nadie la ha visto, pero los guardias seguirán buscando. Parece que Elizar, en efecto, no sabe dónde está Aine.
—No pudo haberse desvanecido en el aire. Eso significa que buscaron mal. Vigila a Elizar. Podría estar ocultándola.