El secreto de la sirvienta

11

Gustav hizo una reverencia y dejó a Anvar a solas. El rey se acercó a la ventana y miró fijamente la oscuridad de la noche. Por un instante le pareció que vería a la muchacha salir de entre los árboles… pero solo distinguía sombras extrañas.
Tal vez sus sospechas eran infundadas, y Elizar realmente no sabía dónde estaba Aine. En ese caso, la joven vagaría sola por el bosque nocturno, donde los lobos fácilmente podrían despedazarla. O quizás deambulaba por las calles y había caído en manos de bandidos.

Sacudió la cabeza, tratando de alejar esos pensamientos. Le daba igual esa sirvienta. Y si algo le había pasado… sería su propia culpa.

Toda la noche dio vueltas en la cama, que le parecía más fría e incómoda que nunca. La maldita muchacha lo perseguía incluso en sueños, y eso lo enfurecía más aún. En su mente se formaban castigos cada vez más severos para cuando la viera. Cuanto más se acercaba el amanecer, más placenteros se le antojaban esos castigos.Maldiciendo, se levantó de un salto. Hundió las manos en agua fría y se enjuagó el rostro.

Se obligó a no pensar más en ella, a concentrarse en asuntos importantes.
Después del almuerzo, cuando los molestos emisarios abandonaron la sala del trono, el rey se dirigió a la ventana.

Y enseguida la vio. La causa de su insomnio. Aine estaba montada a caballo, recostada con ternura contra Elizar. El duque rodeaba su delicada cintura de forma demasiado íntima y le susurraba algo al oído.
Su cabello oscuro se agitaba con la brisa, y ella fruncía el ceño, divertida, por culpa del sol. En nada se parecía a una condenada a muerte.

Esa seguridad en sí misma avivó la furia en el corazón del rey. Sus sospechas se confirmaban: Aine compartía las noches frías con Elizar. Lo que no entendía era por qué ambos lo negaban.
Su hermano nunca se preocuparía por la reputación de una sirvienta... salvo que ella le importara.

Esa posibilidad le atravesó el pecho como una daga. Apretó los labios hasta convertirlos en una delgada línea. No importaba. Les prepararía a esos tortolitos una verdadera prueba...

Evelina se quedó impactada al ver a la mujer tendida sobre el banco ancho, cubierta con una manta. Estaba pálida, con las mejillas hundidas y los labios resecos. No mostraba señal alguna de vida. Evelina sintió miedo, aunque trató de no demostrarlo:
—¿Hace cuánto que tu madre está así?
—Desde hace varios días.

La joven se armó de valor y se acercó a la enferma. Temía que sus sospechas fueran ciertas y que la niña ya no tuviera a nadie. Notó gotitas de sudor en la frente de la mujer. Se inclinó y sintió su débil respiración.
Cuando rozó su mejilla, el calor le quemó los dedos: tenía fiebre. Evelina le quitó de golpe la manta sucia.

—Tráeme agua y un paño. Vamos a intentar curarla.

En los ojos de la niña se encendió una chispa de esperanza. Corrió a buscar lo pedido. Volvió con un balde de madera y un trozo de tela descolorida que más parecía un harapo. Evelina no dijo nada. Humedeció el trapo en agua fría y empezó a frotar el cuerpo ardiente de la mujer. De sus labios se escapó un leve gemido. La niña tomó su mano y miró a Evelina con esperanza:
—¿La vas a curar, verdad?
—No lo sé… pero lo intentaré.

No quería engañar a la pequeña, pero tampoco podía destruir sus ilusiones.
—Me llamo Lora. Mi madre se llama Renata. ¿Y tú?
—Evelina —soltó sin pensar y al instante se mordió el labio.
Había usado su verdadero nombre. Se olvidó por completo de que ahora era Aine. Aunque quizás era lo mejor. Si el rey seguía enfurecido, pronto la buscarían, y seguir usando el nombre de Aine sería una tontería. Lora soltó la mano de su madre y empezó a jugar nerviosamente con los dedos:
—¿Cuando despierte, querrá comer?
—Supongo que sí.
—No tenemos nada, ni una sola miga…

Aquella confesión atravesó el corazón de Evelina como una lanza. Quería ayudar… pero también sus bolsillos estaban vacíos.
—Quédate tú con tu madre. Yo iré a buscar algo de comida.
—¿Y dónde vas a encontrarla?
La niña bajó la vista y escondió las manos detrás de la espalda.
—Iré con mi tía. Ella nos dará algo.

Evelina asintió. Siguió limpiando a la mujer, con la esperanza de que eso la hiciera reaccionar.
Claro que lo ideal sería tener medicinas, pero no había de dónde conseguirlas. Lora volvió al poco rato con un saquito de frijoles. Evelina miró hacia la estufa. Aún quedaban algunos carbones. Frunció el ceño:
—¿No tienes pastillas de encendido? —así solían encender el fuego en el palacio.
—No. Son muy caras.

Evelina encendió la estufa. El fuego rojizo se alzó, y sobre él pusieron a hervir los frijoles. Eran simples, duros y sin ningún condimento. Pero algo era algo. Renata recobró el conocimiento. Débil, apenas pudo beber un poco de agua.

Evelina no podía dejar sola a Lora. Esperaba que la guardia real nunca se adentrara en esos suburbios.
La noche se hizo larga. La mujer deliraba con fiebre, tosía sin parar, y su cuerpo temblaba como una hoja al viento.

—¿Se va a curar, verdad? —preguntó la niña, sus ojitos azules repletos de esperanza.
Evelina no quería mentirle, pero tampoco podía prometer nada.
—Eso espero. Debemos llamar a un médico. Solo él puede ayudarla.
—No tenemos dinero para un curandero —Lora bajó la cabeza, luego saltó del banco—. Ya pensaré en algo. Regreso enseguida. No la dejes sola, por favor.




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