El secreto de la sirvienta

12

Sin esperar respuesta, la niña salió corriendo de la casa. Evelina humedeció un paño y lo puso sobre la frente ardiente. Quería ayudar, curar a la mujer, porque sin ella, Lora quedaría completamente sola. Rozó sus mejillas pálidas. La piel ardía como si estuviera al rojo vivo. Casi no quedaba esperanza de recuperación.

Al pensar en Lora, el corazón de Evelina se encogió con un dolor agudo, y una lágrima resbaló por su mejilla. Cayó rápidamente sobre el cuello de Renata. Evelina sintió un leve hormigueo en los dedos. En su palma apareció un humo verde que se arremolinó en la mejilla y comenzó a expandirse por el cuerpo. Asustada, retiró la mano y cerró el puño. El humo desapareció sin dejar rastro.

Del pecho de la mujer brotó un suspiro ronco. Abrió los ojos. Su mirada, clara ahora, estaba llena de dolor y sorpresa, buscando con ansiedad a alguien.

—¿Quién eres? —tosió apenas.

—Evelina. Estoy cuidándote mientras Lora no está —respondió la chica, acercando una taza de agua a los labios de la enferma. Ella bebió a sorbos y luego recostó la cabeza en la almohada.

—¿Dónde está mi hija?

—Fue a buscar comida… con su tía.

Renata dio un respingo, llevándose la mano a la boca:

—No tenemos ninguna tía.

Evelina supuso que Lora se refería a alguna vecina o amiga. En ese momento, la puerta se abrió de golpe y Lora entró corriendo. Jadeaba, con los ojos desorbitados y el cabello revuelto, abrazando con fuerza un pequeño saco de tela.

—¡Mamá! ¡Despertaste!

Desde afuera se oyeron pasos pesados. La guardia real irrumpió en la habitación. Evelina sintió que el tiempo se detenía. Dejó de respirar; su corazón se escondió en el rincón más profundo y latía con desesperación, mientras sus mejillas ardían. Reconoció a uno de los guardias: lo había visto muchas veces en el palacio. Fruncía el ceño, mirándola severamente desde debajo de unas cejas espesas. Sin duda la había reconocido.

Un grito estalló detrás de él, y un hombre bajo y corpulento empujó a los guardias con los codos y señaló a la niña:

—¡Ladrona! ¡Por fin te atrapé! Devuélveme mi dinero ahora mismo.

Lora abrazó con más fuerza el saquito, y lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas:

—Pero lo necesito… para curar a mi mamá. Por favor, déjeme al menos un poco…

—¡Qué desfachatez! —gritaba el hombre—. Que la justicia decida tu destino. Si robas desde tan pequeña, no quiero imaginar lo que harás al crecer. Por culpa de niñas como tú, ya no se puede salir en paz a la calle.

El guardia lanzó una mirada fría a Lora y luego se giró bruscamente hacia Evelina:

—Llevaremos a la niña ante el juez. Que él se encargue. Y tú, Ayne, has corrido demasiado. El rey te busca por todos lados. No podrás escapar de su ira.

—Por favor… —susurró Evelina con labios temblorosos—, no me delates.

—Es demasiado tarde. Demasiados testigos te han visto aquí. Tendrías que haber pensado en las consecuencias antes.

Sus palabras golpearon a Evelina como un trueno, nublando su conciencia. A través de una neblina imaginaria vio cómo el hombre hacía un gesto con la cabeza, y de inmediato atraparon a Lora. Le arrebataron el saco de monedas y se lo devolvieron al dueño.

La débil Renata gritaba, suplicando que no le quitaran a su hija, pero sus ruegos quedaron en el vacío. El guardia conocido se acercó a Evelina y le tomó las manos. El contacto era áspero, ajeno, como un alambre que le apretaba la piel. Le ataron las muñecas con una cuerda rasposa, y ella se sintió una prisionera. Lora fue llevada fuera. Renata estiró los brazos para alcanzarla, intentó incorporarse, pero cayó al suelo.

Evelina quiso ayudarla, pero sintió un empujón en la espalda.

—Lo siento. El rey no conoce la palabra “piedad”. No sé lo que hiciste, pero está furioso, como una bestia salvaje.

—Entonces no me entregues… sólo quería salvarme —susurró Evelina, con lágrimas detenidas en sus ojos.

El hombre negó con la cabeza:

—No arriesgaré todo por ti. Será mejor que no resistas.

El guardia tiró de ella, y Evelina lo siguió como una muñeca sin alma. No tenía fuerzas para luchar. En su mente, ya se había condenado a la muerte. Sentía sobre sí las miradas acusadoras. La veían como a una criminal, con desprecio y reproche. Delante iba Lora, rogando clemencia, mientras el hombre corpulento exigía castigo sin tregua.

Salieron a una plaza amplia, donde ya se había reunido una multitud. La gente se apartó, y entonces Evelina lo vio. Él la miraba fijamente, inmóvil. En sus ojos grises brilló una chispa y sus labios temblaron levemente, como si sonriera. Escuchando el informe del guardia, no apartaba la vista de ella. Finalmente, Elizar suspiró profundamente y dictó su sentencia:

—Ayne irá al palacio. Que el juez se ocupe de la niña.

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