Tiró de la cuerda que ataba sus muñecas y Evelina lo siguió. Se sentía como un toro conducido al matadero. Cruzó el umbral de la sala del trono y se detuvo en seco.
Anvar estaba sentado en el trono, irradiando toda su grandeza. La corona brillaba sobre su cabeza erguida con orgullo, la capa carmesí caía en cascada hasta el suelo, y su mirada severa, de ojos oscuros como el chocolate, hacía temblar hasta al más valiente. Nadie osaba romper el silencio. El rey parecía esperar algo, sin apartar los ojos exigentes de la joven.
Finalmente, Derek la empujó suavemente en el hombro y ordenó en voz baja:
—Inclínate ante Su Majestad.
Evelina reaccionó al instante e hizo una torpe reverencia, maldiciéndose mentalmente por su descuido. Había olvidado nuevamente rendir homenaje al soberano.
Su voz, helada y cortante como el acero, pronunció una sola palabra:
—Acércate.
El tono severo la dejó clavada al suelo. Evelina hizo un esfuerzo y logró mover los pies. Caminó con paso pesado hacia el soberano, sin mostrar miedo, manteniéndole la mirada. Se detuvo al pie de la escalinata donde se alzaba el trono.
El rey frunció el ceño de forma amenazante:
—Así que huiste... y decidiste esconderte de mí en los suburbios.
La voz se le quedó atrapada en la garganta. Sintió cómo la traicionaba y solo logró soltar un suspiro entrecortado. Elizar se acercó y se colocó a su lado:
—Majestad, la encontramos…
Pero el duque enmudeció de inmediato al ver la mano del monarca alzada con gesto tajante.
—Que sea ella quien responda.
Evelina reunió sus pensamientos y finalmente se atrevió a hablar:
—No lo planeé así… Solo… no quería esperar la muerte de forma obediente. Intenté salvarme.
Anvar la atravesaba con la mirada. Elizar, desobedeciendo su voluntad, comenzó a contar en qué circunstancias habían encontrado a la joven. Con cada palabra, las cejas del rey se cerraban más sobre sus ojos como nubes de tormenta.
Una vez escuchado el relato de su hermano, el soberano dirigió la mirada hacia la niña. Asustada, sucia, pálida, delgada hasta los huesos, Lora se mantenía cerca de la puerta con la cabeza gacha. Las huellas húmedas de las lágrimas aún marcaban sus mejillas, aunque ahora se esforzaba por no llorar.
La voz dura de Anvar la hizo estremecer:
—¿Así que tú, a pesar de tu corta edad, eres una ladrona? ¿Sabes qué castigo corresponde al robo?
Lora sollozó, pero no se atrevió a alzar la vista. Su voz fue apenas un susurro:
—Cortar las manos.
—¡Exacto! —Anvar confirmó sus palabras, y la niña rompió en llanto. Se cubrió el rostro con las manos y empezó a temblar.
Evelina apretó los labios, incapaz de soportar la escena. Sabía que su destino ya estaba sellado. Moriría de todos modos, así que no tenía nada que perder. Se armó de valor y decidió intentar salvar las manos de la niña:
—¿Cómo pueden ser así? ¡Ella solo es una niña! Y si alguien tiene la culpa de su crimen, es usted, Su Majestad —su mirada se encontró con la de él, y toda su valentía pareció desvanecerse. Aun así, trató de hablar con firmeza—. Si no vivieran en tal miseria, Lora jamás habría hecho algo así. Solo necesitaba dinero para llamar a un médico. La medicina en este reino… parece que la han olvidado por completo. No hay hospitales. No es de extrañar que haya tanta mortalidad. Los médicos piden cifras imposibles y, para salvar a su madre, la niña se vio obligada a robar. Así que, si alguien tiene la culpa de todo esto, es usted, Su Majestad. Debería preocuparse más por su pueblo que por ganar guerras.
—¿Cómo te atreves? —Anvar golpeó el apoyabrazos del trono con el puño y se levantó de un salto.
Evelina lo vio claro: tal atrevimiento no se le perdonaría. Había despertado a la bestia hambrienta que él llevaba dentro. La vena de su cuello latía con furia y el pecho subía y bajaba con violencia.
—Ni te imaginas el esfuerzo que hago cada día para proteger a mi pueblo de la invasión enemiga.
—Pero eso no justifica que se olviden de los ciudadanos comunes, de los que ni siquiera tienen qué comer. Perdone a la niña. Si no fuera por la desesperación, jamás habría hecho algo así. Y si necesita castigar a alguien… córteme las manos a mí.
Evelina extendió sus manos temblorosas hacia él. La cuerda que las ataba oscilaba al ritmo de su respiración. Lo miraba con valentía, sin apartar la mirada de sus ojos oscuros. Él la observaba como si quisiera reducirla a cenizas allí mismo. Evelina resistía, decidida a no caer. El calor le invadió el rostro, las mejillas le ardían como brasas, como si su piel estuviera a punto de prenderse fuego. Un dolor punzante se encendió en su abdomen y se extendió por todo el cuerpo como hilos invisibles que la ataban.
Elizar se interpuso entre ambos y levantó una mano en señal de súplica:
—Por favor, no lo haga. No sea cruel. Aine solo intenta proteger a la niña.
Editado: 21.07.2025