Los ojos de Anvar se aclararon; el horror se reflejaba en ellos. Apartó la mirada con brusquedad, y Evelina sintió un repentino alivio. Elizar la tocó con una mano fría, como si apagara el incendio que ardía en su interior.
Tras un silencio que solo aumentaba la tensión, se escuchó la respiración agitada del rey:
—Llevad a la niña a casa. Dadle suficiente comida. Llamad a un médico y aseguraos de que cuiden a su madre. Cuando la mujer se recupere, deseo verla en mi palacio.
El veredicto fue inesperado. Los guardias se miraron entre sí, sorprendidos, pero no dijeron nada. En silencio, escoltaron a la niña fuera de la sala. Evelina miró a Anvar con nuevos ojos, como si lo viera por primera vez. Ya no veía al tirano cruel del que tanto le habían hablado, sino a un gobernante justo y sabio. Temía siquiera imaginar el precio que él exigiría a cambio, pero ya se había despedido de la vida.
Asomó la cabeza por detrás de Elizar y murmuró:
—Gracias, Su Majestad. Habéis sido misericordioso… Habéis salvado a la niña. ¡Gloria al rey!
Contra todo pronóstico, nadie repitió su exclamación. Anvar le dio la espalda y ni siquiera la miró.
—Salid todos. Quiero estar a solas con Aine.
Un escalofrío recorrió la espalda de Evelina. Temía quedarse a solas con ese hombre. Despertaba en ella emociones extrañas, una mezcla de miedo y fascinación. Elizar se inclinó hacia su oído y le susurró:
—Esta es tu oportunidad. O le quitas la magia… o él te matará.
Con tristeza, Evelina lo vio alejarse. A su lado se sentía segura, tranquila, protegida. Las puertas se cerraron con estruendo, dejándola sola con el depredador.
Evelina bajó la mirada, sin atreverse a hablar. El miedo la paralizaba; sabía que él apenas lograba contenerse. Anvar se acercó sin detenerse, rompiendo el espacio entre ellos. Se detuvo demasiado cerca. Con un movimiento brusco, sacó un puñal de su cinturón, y la joven se despidió mentalmente de la vida.
La hoja relucía bajo la luz, con un mango de metal grabado y decorado con pequeñas piedras. Sería su final. Unos dedos ardientes la sujetaron con fuerza por las muñecas. Evelina cerró los ojos. No quería ver cómo ese hombre acababa con ella.
Se tensó, esperando el dolor… pero en su lugar sintió cómo la cuerda caía al suelo con un leve chasquido. Ya no apretaba sus muñecas.
Confundida, levantó la vista hacia el rey. Aunque ya no era necesario, él seguía sujetando sus manos. Rompió el silencio con voz baja, casi como un reproche:
—¿En qué pensabas cuando huiste del palacio? Podrías haber sido devorada por lobos o capturada por bandidos. ¿Y la mujer enferma? ¿Y si tiene una enfermedad contagiosa?
—Entonces le recomiendo que no se acerque tanto a mí, no sea que se contagie también.
Anvar guardó el puñal en su funda y se llevó las manos al cabello. Se lo despeinó con frustración y soltó un suspiro profundo:
—No lo entiendes… ¿Qué se supone que debo hacer contigo? Soy el rey, el soberano de Ardonia, y no puedo controlar a una sirvienta. Acabas de humillarme públicamente.
—Parecía que quería matarme —Anvar la fulminó con la mirada, y Evelina se apresuró a justificarse—. Solo quería proteger a la niña. Habéis actuado con compasión, y eso demuestra que vuestro corazón no es de piedra. Os ocultáis tras una máscara de dureza, pero no sois indiferente. Lo vi cuando hablasteis de la guerra. ¿Acaso no queréis que termine?
El rey retrocedió y se dejó caer en el trono. Cruzó una pierna sobre la otra y se recostó contra el apoyabrazos. Ya no parecía majestuoso, sino cansado. Su aliento se escapó en un suspiro agotado:
—Eso es lo que más deseo… pero los dalmakianos no quieren negociar. Invaden nuestras fronteras, conquistan nuestras tierras y desean borrar a Ardonia del mapa. Allí hay gente… mi gente. No tienen dónde vivir. Sus casas están en ruinas, sus cuerpos mutilados, sus hijos huérfanos. Esta no es la Ardonia que sueño ver.
Evelina notó el dolor en su rostro. Hablaba con sinceridad, como quien por fin se quita un peso de encima. Le costaba creer que frente a ella estuviera el mismo tirano cruel y despiadado del que tantos hablaban.
Con timidez, dio un paso hacia el estrado donde se hallaba el trono.
—¿Y si firmáis un tratado de paz?
—La reina Elvira exige demasiado. Quiere que Ardonia pertenezca a Dalmakia, que entregue su ejército a su mando, que yo rinda cuentas ante ella… y que alimente su reino con los impuestos de mi pueblo. Y a eso lo llama “ceder”.
—Eso es horrible —Evelina se cubrió la boca con la mano, y luego, dominando la emoción, la bajó—. Elizar, sin embargo, cree que sí es posible firmar un tratado de paz.
—¿Elizar? —Los ojos del rey centellearon de furia—. ¿Él ha hablado contigo de eso?
—No… solo lo mencionó de pasada.
El rostro del rey se endureció. Volvió a ser el ardoniano sin alma, el tirano, el conquistador. Evelina se sintió perdida. Ya no sabía en qué creer. Todo lo que había escuchado sobre Anvar no se correspondía con lo que tenía delante… o quizá él era simplemente un gran actor.
El silencio se volvió insoportable. Él no decía nada, y eso la torturaba más que los gritos. La ansiedad la asfixiaba. No sabía qué esperar de él.
Quería acabar con la incertidumbre de una vez.
—¿Ya habéis decidido cuál será mi castigo? ¿La guillotina… o me obligaréis a calentar vuestra cama?
Editado: 19.07.2025