Elizar soltó su codo.
—¿De verdad no sentiste nada? Yo vi el fuego en los ojos del rey y supe lo que intentaba hacer contigo. Te enfrié de inmediato.
—¿Me enfriaste? —la joven trataba de entender el sentido de sus palabras, pero todo parecía demasiado irreal.
—A los como yo nos llaman magos de hielo, o magos del frío. Puedo congelar cualquier cosa al instante. Al tocarte entonces, apagué las llamas de Anvar. Tu magia y la mía impidieron que el rey te redujera a cenizas. Su perdón no fue un gesto de buena voluntad. Aún estás en peligro. No me sorprendería si empieza a mostrar interés por ti. Necesitas aprender a controlar tus poderes cuanto antes. Cuanto más rápido logres absorber la magia de Anvar, mejor para ti. Si llega a descubrir que la fuente de magia de Aine es la oscuridad, te ejecutarán sin dudarlo.
Las palabras de Elizar la asustaban, y Evelina comprendía que no eran simples advertencias vacías. Por un instante, se arrepintió de no haber intentado usar su magia, de haber creído ciegamente en la nobleza de Anvar cuando todos gritaban lo contrario. Estaba enfadada consigo misma, con su ingenuidad. El hombre se inclinó aún más cerca y, helándole el oído con su aliento, susurró:
—Esta noche ven a mis aposentos. Entrenaremos.
Elizar esbozó una sonrisa astuta, como si estuviera tramando algo retorcido.
El chirrido de la puerta atrajo su atención. Gustav salió del salón del trono y anunció las órdenes del rey:
—Su Majestad ordena que Aine regrese a sus labores. Ha sido perdonada. Por ahora —el hombre clavó sus ojos en ella—. No sé cómo lo lograste, pero tienes suerte. No desperdicies esta oportunidad. Alteza, el rey desea verlo.
Elizar asintió y, sin decir palabra, se dirigió a la sala. Evelina, con la cabeza baja, caminó por el pasillo. Estaba confundida y ya no sabía en quién confiar. A solas con ella, Anvar parecía alguien muy distinto al que describían los rumores. Tal vez Elizar tenía razón, y el rey solo se ponía una máscara de amabilidad para ocultar su verdadera naturaleza. Esos pensamientos la persiguieron durante todo el día.
Berta la mantuvo ocupada, y Evelina se entregó con renovado empeño a sus tareas, esperando que el trabajo aliviara la tristeza que se le había instalado en el pecho. Añoraba su hogar. En su mente, el recuerdo de su casa la llamaba con dulzura.
Durante la cena, sintió las miradas insistentes de Elizar. La mesa del banquete estaba rodeada de aristócratas embriagados. Voces fuertes, risas chispeantes y una suave melodía de violín llenaban el aire. Esa noche, Milberga estaba sentada junto a su padre, justo frente a Anvar. Solo un ciego no notaría sus miradas insinuantes hacia el rey.
—Aine, sírveme más vino, por favor.
La joven se acercó al duque y llenó su copa. Por alguna razón, Elizar rozó sus dedos:
—Gracias, Aine —dijo, levantando levemente la comisura de sus labios en una sonrisa.
Asintió y soltó sus dedos con suavidad. Luego, alzó la copa y bebió con avidez, como si intentara calmar una sed incontrolable. Evelina regresó a su lugar y notó que el rey no la miraba en absoluto. Estaba completamente absorbido por la conversación con Lady Milberga.
La duquesa no se molestaba en ocultar su coquetería. Sus rizos rubios, recogidos en la nuca, caían hasta la cintura, sus ojos verdes destilaban picardía y de su pecho brotaba una risa clara y aguda. Con un gesto calculado, deslizó los dedos por su escote, atrayendo las miradas hacia sus encantos. El siempre reservado Anvar… sonrió.
Evelina apretó con fuerza la botella que sostenía. Ya no tenía dudas: aquel hombre no mentía cuando dijo que no le interesaban las sirvientas. Sintió cómo la ofensa se instalaba en su pecho, enredándose en su garganta como un nudo de espinas. Ni ella misma entendía su enfado. Por lo visto, el rey iba a elegir a Milberga. Ella sería su esposa. Todo eso era perfectamente lógico. Evelina solo podía compadecer a la joven Cecilia, que viajaba desde tan lejos con la esperanza de conquistar un corazón ya tomado. Anvar tomó los dedos de Milberga con suavidad, y pareció sellar así su elección.
Evelina trató de apartar la vista, pero sus ojos volvían una y otra vez a aquel rincón prohibido. Berta le lanzó una mirada fulminante y Evelina reaccionó. La copa del rey estaba vacía. Se apresuró a acercarse a la mesa y la llenó con lentitud. Anvar ni siquiera la miró. Seguía contando con entusiasmo su aventura cazando jabalíes, mientras de los labios de Milberga brotaba una risa fingida.
Con rabia, la joven empujó al rey con el codo. Él giró el rostro hacia ella y la miró con desprecio. Evelina bajó la cabeza.
—Perdóneme, Su Majestad.
Anvar se dio la vuelta bruscamente y, como si nada hubiera ocurrido, continuó entreteniendo a Milberga. Aine siguió sirviendo vino a los nobles, pero sin dejar de observar al rey. Quería entender quién era en realidad. ¿Era aquel hombre amable y justo, o un tirano cruel disfrazado de protector?
Al finalizar la cena, le tocaba preparar los aposentos reales para que el soberano pudiera descansar. Esperaba que esa noche durmiera solo, aunque la actitud provocadora de Milberga sembraba dudas. Durante la velada, ella lo había tentado abiertamente, y Evelina no sabía si el rey resistiría a sus encantos.
Editado: 12.08.2025