— A veces siento que olvidas que no soy Aine. Ni una muchacha con la que un duque respetable debería divertirse.
— No me dejas olvidarlo —murmuró él, inclinándose hasta que su aliento le rozó el oído—. Eres completamente distinta.
Sus labios rozaron el cuello de Evelina, marcándolo con un beso como un sello ardiente. La joven lo apartó de inmediato con ambas manos. Elizar soltó sus brazos, y al fin ella recuperó su libertad.
— No vuelvas a hacer eso.
— ¿Por qué?, ¿no te gustó? —Elizar entornó los ojos con una sonrisa traviesa, como si estuviera tramando algo. Evelina, desconcertada, llevó la mano al lugar donde sus labios la habían tocado.
— No… o sí… da igual —sacudió la cabeza y finalmente logró ordenar sus pensamientos—. Creo que solo deberías besar a alguien por quien realmente sientes algo.
— Completamente de acuerdo —afirmó él, abriendo los brazos y acercándose—. Entonces ven aquí, sigamos con nuestros besos.
Los ojos de Evelina se abrieron como platos. Dio un paso atrás, como si huyera del fuego.
— No juegues conmigo. En mi mundo ya era una adulta y sé reconocer una mentira.
Elizar sonrió, entrelazó los dedos y apoyó las manos sobre el abdomen. En su mirada brillaba la picardía, burlándose de ella.
— ¿Y cuántos años tenía esa adulta?
— Veintiuno —respondió Evelina, ya sin la seguridad de antes. Titubeaba, nerviosa.
— Una edad respetable. Entonces deberías darte cuenta de que me gustas. Me atraes como mujer: eres hermosa, inteligente, valiente. Te atreviste a desafiar al mismísimo rey.
— La hermosa es Aine, no yo —susurró ella, bajando la mirada. Elizar se acercó, pero no se atrevió a tocarla.
— Tal vez, pero las demás virtudes son tuyas por derecho.
— No me presiones, Elizar. Lo único que deseo es salir de este cuerpo y regresar a mi mundo.
— Pero eso no es posible y lo sabes. ¿Por qué no dejas atrás el pasado y empiezas una nueva vida conmigo?
— ¿Como qué? ¿Como amante? —Evelina elevó el tono, alzó la cabeza y lo miró con reproche. No quería creer que Elizar también la viera como una muñeca para su entretenimiento. Él se rascó la nuca.
— Bueno, por mucho que lo deseara, casarme con una sirvienta no es opción. Pero si le quitas el poder a Anvar, te llevaré a un lugar seguro. Tendrás tus propios sirvientes, vivirás con lujos. Y, claro, iré a visitarte. Podremos estar juntos.
Le tomó las manos con dulzura, envolviéndolas con sus frías palmas. En sus ojos brillaba una esperanza contenida. Se quedó inmóvil, esperando su respuesta. Evelina frunció el ceño y retiró sus manos.
— "Estar juntos" suena muy ambiguo. No corramos. Creo que el entrenamiento ha terminado. Me tengo que ir. Buenas noches.
Huyó de él como un cervatillo asustado de un depredador. Corrió por el pasillo, esquivando a los guardias, hasta su habitación. Las palabras de Elizar la confundían. Sospechaba que toda esa atención no era más que un plan para convencerla de arrebatarle el poder a Anvar. Llegó descompuesta, con el rostro encendido. Entró en silencio, se quitó los zapatos para no despertar a las demás. No se desvistió ni se acomodó la manta. Se acostó y cerró los ojos, pero el sueño no llegaba: los pensamientos la atormentaban. Finalmente, se durmió casi al amanecer.
La despertaron las voces alborotadas de las chicas. Meizi fruncía el ceño.
— Levántate. Tenemos que ir a los aposentos reales. Por eso se duerme de noche.
Evelina apretó los labios con fastidio y se incorporó. Sentía la cabeza zumbando, como si un enjambre se hubiera instalado allí. Se lavó el rostro a toda prisa y corrió a la cocina. Arrojó piedras de fuego al caldero y calentó agua para el rey. Tomó una jarra y subió las escaleras. El palacio despertaba poco a poco.
Entró con timidez en los aposentos reales. Anvar estaba de pie junto a la ventana, con los brazos extendidos. Ni siquiera la miró. Meizi le abrochaba la camisa, bajo la cual se insinuaban los músculos firmes del monarca. Evelina se situó junto al lavabo, obediente, con la jarra en las manos. Al fin, Anvar reparó en ella.
— Llegas tarde.
— Perdonad, Majestad —dijo ella con énfasis, dejando claro que no lo lamentaba en absoluto.
El rey se acercó al lavabo y unió las manos. Evelina vertió agua sobre ellas. Anvar se lavó la cara.
— Demasiado fría. La próxima vez, caliéntala mejor.
— Según tengo entendido, sois capaz de calentar el agua por vos mismo. Y no solo el agua —remarcó Evelina con ironía. Aún resentida, le recordaba que la noche anterior había intentado calcinarla.
Anvar frunció el ceño.
— Entonces, ¿para qué te necesito? Te advertí sobre tu insolencia. No olvides con quién hablas.
— Perdonad. Haré lo posible por fingir que soy muda.
El rey la fulminó con la mirada, pero no respondió. Llevaba un traje claro con botones dorados. Bajó al comedor con paso majestuoso, como si nadie más existiera a su alrededor. Todos esperaban al rey. Solo cuando se sentó, comenzó el desayuno.
Evelina sintió una mirada clavada en ella. Se giró y encontró los ojos de Elizar. Él le sonrió y asintió con la cabeza. El recuerdo del beso de la noche anterior destelló en su mente. Respondió con una inclinación tímida y tomó la jarra con compota. Elizar alzó su copa, como si esperara que ella la llenara.
Evelina se acercó y vertió el jugo de cereza. Como si lo hiciera adrede, él le apoyó la mano en la cintura.
— Gracias, corazón.
Editado: 20.07.2025