El secreto de la sirvienta

22

Ese gesto parecía demasiado íntimo. Evelina soltó el broche, que había quedado perfectamente fijado sobre la blanca tela del pañuelo, y apoyó con cuidado las palmas de las manos sobre el pecho del hombre.
—Usted ya tiene una idea formada sobre mí, y no pienso intentar convencerlo de lo contrario.
—Así es. Pensé que eras distinta. Que no te dejabas llevar por títulos ni riquezas, que no compartirías la cama con un hombre por todo esto —dijo, haciendo un gesto amplio con los brazos, abarcando toda la habitación. Se pasó los dedos por el cabello oscuro con frustración—. Fui un idiota. Me equivoqué contigo.
—No se equivocó… Y Elizar… él… —Evelina vaciló un instante, buscando las palabras adecuadas. Su silencio fue malinterpretado por Anvar.
—No empieces con historias de amor.
—No estoy inventando nada. Pero ¿cómo podría saber usted lo que es el amor? Un hombre seco, sin alma, con un corazón de piedra en el que no hay lugar ni para una chispa de sentimiento.

De repente, Anvar colocó sus manos en las mejillas de Evelina y la atrajo hacia sí. Se inclinó y atrapó sus labios con los suyos. Ella intentó apartarle las manos, pero él la besaba con un ansia creciente, aferrándose a su boca. Cada segundo el beso se volvía más intenso, y finalmente Evelina se rindió. Bajó los brazos y respondió al beso.
Sintió un fuego arderle en el vientre y una bandada de mariposas revolotearle por la espalda. Los labios de Anvar recorrían los suyos con destreza, sus caricias eran seguras, embriagadoras, capaces de silenciar cualquier pensamiento. La rodeó con los brazos, estrechándola contra su cuerpo. Evelina no se movía, confiando por completo en los movimientos expertos del rey.
El beso era ardiente, apasionado, incluso un poco brusco, pero eso no lo hacía menos electrizante. A veces delineaba el contorno de su labio inferior, otras veces se sumergía profundamente en la calidez de su boca.
Finalmente, se apartó, aunque sus manos seguían sujetándola con firmeza. Respirando con dificultad, contempló sus labios, aún húmedos del beso:
—¿Y bien? ¿Todavía piensas que no tengo sentimientos? ¿Fue suficiente como para que entiendas lo que intento decirte?

Jugaba con ella. Evelina levantó la mano, lista para abofetearlo. Se contuvo a tiempo, cerrando el puño con fuerza.
—Su comportamiento es inapropiado. No está bien lo que ha hecho. Usted ha actuado de forma indigna.
Se liberó de sus brazos y corrió hacia la puerta. A su espalda escuchó su voz provocadora:
—No me pareció que opusieras mucha resistencia a mi indigno comportamiento. Más bien diría que lo disfrutaste.

Evelina cerró la puerta de golpe y salió furiosa al pasillo. Lo disfrutó. En realidad, sí. A su lado, perdía la razón. Era como si él la hubiese hechizado, obligándola a desearlo, a temblar con una sola mirada suya.
Los guardias la observaron con expresión severa. El estruendo de la puerta los hizo estremecerse. Ella se encogió de hombros con indiferencia:
—Corrientes de aire.
Avergonzada, con las mejillas encendidas, se alejó a paso rápido, rezando porque Anvar no la siguiera. Temía que, si volvían a quedarse a solas, perdería totalmente el control y cedería a sus deseos.

Anvar se arrancó el pañuelo del cuello con rabia, tirando con fuerza de sus extremos. ¡Maldita muchacha! Ni siquiera entendía por qué le perdonaba semejante atrevimiento.
Sus labios, suaves y obedientes, eran como néctar dulce que deseaba saborear sin fin. Quería abrazarla, besarla hasta dejarla sin aliento, besarla hasta que no pudiera pensar en ningún otro hombre, y menos aún en Elizar.
Por la mañana apenas pudo contenerse cuando vio a su hermano actuar como si el cuerpo de Evelina le perteneciera. Y lo peor: ella no protestaba. Se comportaba como una vulgar cualquiera.
No entendía por qué con él era fría como el hielo y, en cambio, a Elizar le permitía todo. Había oído los rumores: Ayne había pasado la noche en los aposentos de su hermano. Ni siquiera la dejó quedarse hasta el amanecer; la echó en cuanto terminó con ella. No quería creerlo.
Llamó a su hermano y preguntó directamente:
—¿Qué tienes tú con Ayne?
—Antes ni siquiera me fijaba en ella, hasta que tú me hiciste verla. Es hermosa, en efecto. Esta noche, Ayne fue mía.

Anvar apretó los labios con furia. Imbécil. Él mismo la había puesto en sus brazos. Bueno, quizá era lo mejor. Ahora sabía con certeza que ella era como todas las demás.
A pesar de sus grandes palabras, se sentía atraída por el dinero, el lujo, los títulos. Ayne podía comprarse fácilmente. Saciarse con ella y dejar atrás esos sueños que lo perseguían.
Pero las siguientes palabras de su hermano le hicieron reconsiderar:
—Para mí, Ayne no es sólo un pasatiempo. Es especial. Si pudiera, la haría mi favorita oficial. Creo que me he enamorado, hermano…




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