Se alegró cuando aquel baile insoportablemente aburrido por fin terminó.
Hizo una reverencia elegante y besó la mano de su pareja. De inmediato, el olor empalagoso del perfume impregnado en los guantes le invadió la nariz. No pudo contenerse y estornudó.
—¡Salud, Su Majestad!
La voz familiar le arrancó una sonrisa. Con ella, seguro que el tedio no tendría lugar. Se volvió y le ofreció la mano a Milberga.
—Espero que me conceda este baile.
—Por supuesto, Su Majestad —respondió ella con una amplia sonrisa en los labios.
Con ella, el aburrimiento era imposible. Hablaba sin parar, chispeante y encantadora, llenaba cada momento con su voz alegre, sin dar cabida al más mínimo silencio incómodo. Pero la verborrea también le agotaba. Milberga llevaba demasiado tiempo en la corte. Hija de un influyente senador, poseía modales impecables. A pesar de sus virtudes, había algo artificial en ella, como si ocultara su verdadero rostro bajo una gruesa máscara. Cuando el baile terminó, Anvar hizo una reverencia y, con paso firme, se dirigió hacia el embajador de Randonia. Aquella nación había prometido ayuda militar. Por hoy, había tenido suficiente de esas danzas vacías.
Por fin rodeado de hombres, se sumergió en una conversación apasionada sobre asuntos de Estado. Al menos algo útil salía de aquel baile. Pero no podía evitar vigilar con el rabillo del ojo a Elizar. Ese día no había sacado a bailar a ninguna dama. Se mantenía cerca de la mesa de bebidas, lo cual era inusual en él. Anvar supo entonces que no era el vino lo que lo retenía allí, sino Aine.
Notó cómo su hermano la devoraba con la mirada, con la sonrisa hambrienta de un lobo anticipando su presa. Se inclinó y le susurró algo al oído. Aine rió y se dirigió resuelta hacia la salida. El duque, sin un ápice de discreción, la siguió sin demora. Juntos desaparecieron en la tenue luz de los pasillos.
¡Maldición!
La idea de que aquellos labios de miel que había saboreado apenas unas horas antes ahora besaran a otro encendía un fuego ardiente en su pecho. Anvar se disculpó ante el grupo de aristócratas que lo rodeaban como buitres y se abrió paso con determinación hacia el fondo del salón.
¡Milberga! Ella lo ayudaría a olvidar a esa maldita sirvienta. La duquesa danzaba con el conde Olarski, un viejo libertino y jugador empedernido. Cecilia, en cambio, se escondía tras un abanico multicolor junto a las puertas traseras, escuchando en silencio a un grupo de futuras damas de compañía.
Sin pensarlo demasiado, se acercó a Cecilia y le habló:
—¿Le apetecería dar un paseo por el jardín?
Un murmullo de reproche se alzó a sus espaldas. Le daba igual. En ese momento, lo único que deseaba era liberar el fuego que lo consumía por dentro.
—Con gusto —respondió ella—. Aquí dentro hace un poco de calor.
Cecilia agitó el abanico con energía, y sus delicados dedos, casi infantiles, se posaron en la palma del rey.
La brisa nocturna acariciaba su piel, pero no bastaba para enfriar las llamas que ardían dentro de él. ¿Tanta ira por una simple sirvienta?
Avanzaron por el sendero y se detuvieron junto a un boj recortado con esmero. A la luz pálida de la luna, Anvar vio cómo Cecilia cerraba el abanico con una mano y lo guardaba en su bolsillo. Sin soltar su mano, fingió interés:
—Háblame de ti.
—No quiero aburrirlo con mis historias. ¿Qué desea saber?
—Tu magia. Me han dicho que es una de las más poderosas entre las jóvenes nobles.
Ella se encogió de hombros con indiferencia.
—Supongo que se lo debo a mis padres. Ambos son magos poderosos. Si me convierto en su esposa, espero darles herederos dignos.
Él tiró levemente de su mano, atrayéndola hacia sí, pegándola a su cuerpo. Quería tantear sus límites. Saber cuán cerca permitiría que él llegara. Adoptó su máscara de seductor, inclinándose para susurrarle a los labios:
—¿Por qué debería elegirte a ti?
Contra todo pronóstico, Cecilia no se inmutó. No se deshacía en sus brazos, pero tampoco se apartaba. Con aplomo, respondió:
—Soy más joven que Milberga. Su belleza se marchitará, la mía apenas empieza a florecer. Y usted será testigo de ello. Pero sé que no es la belleza lo que busca, sino el poder. Yo tengo magia, y con el tiempo será aún más fuerte. Unidos, daremos a luz magos poderosos, y mi linaje lo ayudará a derrotar a Elvira y sus aliados. Confío en que devolverá la paz, la estabilidad y la gloria a esta tierra. Yo estaré a su lado, en su sombra, celebrando su grandeza.
Aquella respuesta lo sorprendió. Hablaba con frialdad, como si cada palabra estuviera calculada, como si el matrimonio no fuera más que un contrato.
—Pareces obligada a casarte conmigo.
—No lo estoy —respondió con firmeza—. Siempre me prepararon para el matrimonio. Aunque, claro, jamás imaginé que sería con el rey. Debo admitir… no era así como lo imaginaba. Es mucho más atractivo de lo que me dijeron.
Cecilia se mordió el labio con un gesto repentino, como si sus palabras hubieran sido demasiado osadas.
Anvar sentía que todo era una actuación. En el salón, estaba perdida y tímida; aquí, firme y segura. Era como hablar con dos personas diferentes.
De repente, un golpe seco interrumpió sus pensamientos. Algo —o alguien— había caído al suelo.
El rey se volvió y vio a Aine intentando levantarse del empedrado.
Se quedó allí, mirándola con intensidad, como si la hubiese sorprendido en el peor crimen imaginable. Sin soltar la mano de Cecilia, sin la menor intención de ocultarlo.
Aine se levantó apresuradamente, pero su caída no había pasado desapercibida. Anvar frunció el ceño:
—¿Aine? ¿Qué estás haciendo aquí?
Editado: 13.08.2025