El secreto de la sirvienta

25

A la chica le costaba explicar qué hacía allí. Para ser sincera, ni siquiera Evelina comprendía del todo sus propias acciones. Durante toda la velada no dejaba de recordar el beso de Anvar, sus labios ardientes, sus caricias descaradas. En el salón, vigilaba de cerca las copas y las bebidas. Berta la había obligado a ponerse un ridículo gorrito, y ella se sentía completamente fuera de lugar. Entre aquellas damas estiradas y caballeros aristocráticos, vio a Elizar. Caminaba hacia ella con paso firme, con un objetivo claro.

—Ese gorrito te queda bien.
—¿Te burlas de mí? ¿Por qué humillar así a una sirvienta?
—Es para que tu magnífico cabello no caiga en las copas. No querrás que un pelo tuyo termine en la bebida de algún noble respetable.

Elizar tomó una copa de licor y la llevó a sus labios. Evelina encogió los hombros.
—Me da igual. ¿Por qué le dijiste a Anvar que éramos amantes?

Elizar saboreó la bebida lentamente, como si pusiera a prueba su paciencia. Dio unos sorbos y finalmente retiró la copa.
—¿Te lo dijo él? ¿Ya no hay secretos entre ustedes?
—¿Estás celoso? —intentó bromear Evelina, pero la mirada severa del hombre lo impidió—. Sí, Anvar me lo confesó, pero lo dijo como si fuera una acusación, un reproche... como si ese vínculo fuera algo pecaminoso.

Elizar soltó una risa seca y giró lentamente la copa entre sus manos. Se inclinó hacia ella y en voz baja, casi en un susurro temeroso, le dijo:
—¿Y qué se supone que debía decirle? ¿Revelarle nuestra verdad? Mejor que piense que somos amantes antes de que sepa lo que realmente ocurre.
—Pero me dejaste en ridículo —protestó Evelina, aunque en el fondo sabía que tenía razón. Aun así, el sabor amargo persistía.

Elizar vació la copa y la dejó sobre la mesa.
—Creí que no te preocupabas por tu reputación. Además, tienes la atención del duque, hijo del difunto rey. Acepta eso con orgullo.

En ese momento, la solemne voz del maestro de ceremonias se alzó y el salón quedó en silencio. Todas las miradas se dirigieron hacia las puertas principales, por donde apareció el rey. Erguido, imponente, recorrió el salón con la mirada mientras avanzaba con paso lento. Su capa color borgoña ondeaba ligeramente al caminar. En su rostro se dibujaba una máscara impasible, sin emociones. Firme, autoritario, parecía irradiar fuego; su presencia era tan poderosa que todos se inclinaban ante él. Todos… menos Evelina.

Ella lo miraba como hechizada, fascinada por su belleza y carisma. Pero el rey no reparó en aquella falta de protocolo. Se detuvo, claramente esperando a alguien.

El maestro de ceremonias anunció la entrada de Cecilia. La joven entró con pasos inseguros. Parecía un pajarillo inocente rodeado de depredadores. Comenzó a danzar con Anvar, aunque junto a él, su figura frágil parecía aún más indecisa. Él necesitaba a una mujer fuerte, capaz de resistir su fuerza sin quebrarse. La voz de Elizar interrumpió la contemplación de Evelina:
—¿Tú también quieres bailar? Te invitaría, pero sería totalmente inapropiado.
—Gracias, pero no aceptaría. No quiero manchar la reputación del honorable duque.

Elizar, sin ningún pudor, la tomó por la cintura y la atrajo suavemente hacia sí.
—No te enojes. Cuando todo esto acabe y hayas cumplido tu misión, te conseguiré documentos falsos. Bailaremos en todos los bailes que quieras. ¿Qué te parece el título de baronesa?

Aquello la tomó completamente por sorpresa. Parecía que Elizar improvisaba sus maquiavélicos planes sobre la marcha. Sonrió ampliamente, retiró las manos de su cintura y le ofreció una copa.
—No pongas esa cara. Un título más alto levantaría sospechas: ¿quién eres?, ¿de dónde vienes?, ¿por qué nadie te conoce?

Evelina llenó la copa.
—Nunca pensé en títulos. Ni siquiera sé qué será de mí mañana, y tú ya me hablas del futuro... Antes creía que obtendría un diploma, conseguiría un trabajo... y ahora, mírame: atrapada en el cuerpo de una sirvienta. Al menos podría haber sido Cecilia.
—Podría haber sido peor —dijo él con una sonrisa—. Podrías haber terminado en el cuerpo de un viejo gordo.

Evelina no pudo evitar reír. Elizar siempre lograba sacarle una sonrisa. Servía bebidas a los aristócratas mientras, sin querer, no le quitaba los ojos de encima a Anvar. Él era el centro de atención esa noche. Cada invitado lo observaba mientras se deslizaba con gracia en la pista junto a Milberga. Ella sonreía con amplitud, parloteaba alegremente y no olvidaba moverse con elegancia. Evelina suspiró aliviada cuando lo vio abandonar la pista y unirse finalmente al grupo de hombres.




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