El secreto de la sirvienta

26

Elizar no se apartaba ni un instante de Evelina y la entretenía con conversación. Aquella atención le resultaba extraña. Finalmente, la joven no pudo más:

—¿Por qué no invitas a alguna de esas damiselas que se esconden tras sus abanicos, lanzándote miradas curiosas?

—No quiero asfixiarme con perfumes empalagosos, sonrisas fingidas y coqueteos torpes. Contigo es mucho más interesante.

Evelina soltó una risa. Con ese hombre, hablar siempre era fácil. Pero ella no olvidaba que Elizar no era del todo sincero con ella. Apretó con más fuerza la botella vacía que tenía entre manos:

—Iré a por más vino, parece que esta noche está muy solicitado.

—Debe de ser por la encantadora sirvienta que lo sirve —bromeó, aunque al ver la mirada severa de Evelina, se puso serio y dejó su copa sobre la mesa—. Te acompaño.

Evelina se apresuró a salir del salón. Escuchaba los pasos de Elizar tras ella. Su actitud le parecía sospechosa. Sospechaba que no confiaba en ella y quería vigilarla para que no hiciera alguna tontería. En uno de los pasillos se cruzó con Gustav, que cargaba botellas de licor hacia el salón. Evelina le arrebató una con una sonrisa:

—¿Te importa si tomo esta? —el joven, desconcertado, solo asintió. Evelina puso la botella vacía en sus manos—. Esta es para el cambio.

Regresó con prisa y retomó su lugar. Elizar se inclinó hacia ella y murmuró en tono conspirativo:

—Mira, Anvar y Cecilia se dirigen al jardín.

Evelina volvió la vista hacia las puertas. Un dolor agudo le atravesó el pecho. Recordó su beso con Anvar, y sintió que el fuego le ardía dentro. Imaginaba a Anvar regalando esos mismos besos a otra. Conteniendo su enojo, se encogió de hombros con indiferencia:

—¿Y qué? Tal vez ella se convierta en su prometida. Supongo que el rey quiere conocerla mejor.

—Síguelos —ordenó Elizar.

Evelina lo miró, desconcertada. No entendía qué juego tramaba:

—¿Para qué?

—Es el momento perfecto para que pongas a prueba tus habilidades. Intenta absorber la magia de Anvar. La noche te cubrirá con su sombra, y él estará demasiado entretenido con la conversación para notar tu presencia. Quédate cerca y haz lo que debes. Estoy seguro de que podrás lograrlo. Y si no, el rey no sospechará nada.

—¿Te has vuelto loco? No voy a espiarlos —la idea le parecía humillante. Frunció el ceño y, sin poder evitarlo, alzó la voz—. ¿Y si la cita se vuelve demasiado íntima? No quiero ser testigo de sus besos.

—No lo será —dijo Elizar con seguridad, como si conociera bien a su hermano—. Cecilia es una duquesa, y aún muy joven. Anvar no se atreverá a manchar su honor.

—Pero el honor de una sirvienta sí se puede mancillar —murmuró Evelina entre dientes, pero Elizar la oyó.

—Después de la historia que conté sobre nosotros, dudo que vuelva a acercarse a ti. Anda, o perderás la oportunidad.

Le arrancó la botella de las manos y le dio un suave empujón hacia la salida. Evelina se dirigió con desgana a la puerta. No tenía intención de usar su magia. Primero quería asegurarse de que las intenciones de Elizar eran nobles y de que Anvar representaba un verdadero peligro para el reino. No deseaba ser un gatito ciego cumpliendo órdenes sin cuestionar.

Salió del salón y respiró con alivio. El aire fresco llenó sus pulmones y la oscuridad hizo que entornara los ojos. Las lámparas apenas iluminaban, y aun así no logró ver al rey. Evelina apretó los labios y se adentró más en el jardín. Escuchaba cada crujido, cada voz. Oía las risas de las damas, veía las siluetas de los caballeros, pero ninguna era la de Anvar. Avanzó con cautela, y por fin lo vio. Sostenía las manos de Cecilia y parecía sinceramente fascinado por ella. Una punzada de celos le atravesó el pecho. Deseaba escuchar, aunque fuera una palabra de su conversación.

Se agachó, y escondida tras unos exuberantes setos de boj, comenzó a arrastrarse hacia la pareja. La hierba le hacía cosquillas en las palmas y el dobladillo del vestido se enredaba en sus piernas. No entendía del todo por qué lo hacía, pero la curiosidad la guiaba. Se detuvo tras un arbusto y se quedó inmóvil. Frente a ella, una rosaleda bloqueaba el paso. Aguzó el oído, intentando captar alguna frase. Se inclinó un poco más y, al perder el equilibrio, cayó torpemente sobre el sendero de piedra.

Se levantó de inmediato, pero ya era tarde. La habían visto. La voz de Anvar sonó fría y severa. No parecía nada contento de verla allí:

—¿Ayne? ¿Qué haces aquí?




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.