Al día siguiente, Evelina tuvo una sorpresa inesperada. Después de recoger los platos sucios tras el desayuno real, se dirigió a la cocina. Allí, junto al caldero de agua hirviendo, vio a Renata arrojando cangrejos al agua caliente.
—¡Renata! Qué alegría verte, ¿qué haces aquí? —Evelina sonrió con entusiasmo, dejó los platos sobre la mesa y la abrazó suavemente.
La mujer no se atrevió a devolver el gesto, se quedó inmóvil, concentrada en que el cangrejo no se le escapara.
—Su Majestad el Rey nos ha invitado a Lora y a mí al palacio. El sanador me curó. El soberano tuvo compasión y me ofreció trabajo en la corte. Ahora trabajo aquí.
—¡Eso es increíble! Me alegra mucho que te hayas recuperado —respondió Evelina, sonriente. En su interior, anotó: si Anvar había tenido tal gesto, quizás no era tan cruel como decían.
—Gracias. Llegaste a mi casa como un ángel. Que los dioses te concedan una vida larga y feliz.
—¡Evelina! —gritó una vocecita infantil detrás de ella, mientras unas manitas la rodeaban por la cintura.
Evelina se arrodilló y abrazó a Lora.
—Aquí me llaman Ayne. Dime, ¿te gusta el palacio?
—Sí, mucho.
Los ojitos de la niña brillaban de alegría, sin ocultar su felicidad.
En ese momento, Meizi irrumpió en la cocina, visiblemente agitada.
—El rey está en el jardín conversando con Cecilia. Ha pedido jugo. Claudia, ¿lo preparaste?
—Sí, lo exprimí esta mañana. Toma —respondió una mujer de ojos verdes con cofia almidonada, entregándole una jarra.
Evelina se levantó de un salto.
—¿Puedo llevarlo yo?
Al recibir una respuesta afirmativa, tomó la jarra y se apresuró hacia el jardín. Quería ver a Anvar y agradecerle por su acto de bondad. Esa mañana, él había parecido sombrío y distante, no le había dirigido ni una sola palabra, ignorándola por completo.
En el jardín, el rey estaba sentado en una silla amplia. Frente a él se hallaba Cecilia, con una pequeña mesa entre ambos. Anvar sonreía. ¡Sonreía! Aquel hombre siempre severo sonreía a Cecilia, y parecía que esa joven había conquistado su corazón.
Una punzada de rabia se instaló en el pecho de Evelina, impidiéndole respirar con normalidad. Se acercó en silencio, sirvió el jugo en el vaso del rey y se giró para llenar el de la duquesa. Fue entonces cuando vio, sobre el césped, formarse un torbellino.
Era cilíndrico, con un leve tono rojizo, y crecía rápidamente. El viento giraba con velocidad, avanzando directo hacia la mesa. Evelina entendió de inmediato: se dirigía a Anvar.
—¡Cuidado!
La joven gritó y se inclinó bruscamente, cubriendo al rey con su cuerpo. Un dolor agudo atravesó cada fibra de su ser. Una descarga eléctrica la recorrió de pies a cabeza; sintió un hormigueo en los dedos como si miles de insectos corrieran por ellos.
En un instante, todo se desvaneció. El torbellino se disipó en el aire, y sus piernas flaquearon. La jarra cayó de sus manos, estrellándose contra el suelo y empapando el dobladillo de su vestido con jugo.
Evelina intentó mantenerse en pie, tambaleándose. Sintió unos brazos fuertes rodearle la cintura y, por reflejo, se aferró al hombro de Anvar. Él se había levantado de golpe y la sostenía con firmeza. Sus ojos reflejaban un miedo helado.
Evelina, como hechizada, reparó en lo hermosos que eran sus ojos. Oscuros, con pupilas negras como brasas aún encendidas. Aunque su ceño estaba fruncido, no parecía severo.
—Veo que caer en mis brazos se está volviendo costumbre —murmuró él.
Derek corrió hacia Evelina y la ayudó a incorporarse. Confusa y desorientada, trataba de entender lo ocurrido. Soltó el hombro de Anvar y se sostuvo del borde de la mesa. Su cabeza daba vueltas, las voces sonaban lejanas, y, finalmente, todo se fundió en oscuridad.
Despertó acostada en una cama confortable. Suave, mullida, con sábanas limpias que le daban la sensación de estar en casa, como si todo lo vivido los últimos días hubiese sido solo una terrible pesadilla.
Su vista se enfocó en el dosel color burdeos, y pronto comenzaron a llegarle voces masculinas:
—El torbellino la dejó completamente debilitada. Es evidente que posee magia, magia poderosa, de lo contrario no habría sobrevivido.
Evelina reconoció la voz de Anvar y giró la cabeza hacia él. Estaba de pie junto a la cama, observando con severidad a Elizar, quien simplemente se encogió de hombros.
—No sé nada al respecto. Al parecer, ni siquiera Ayne es consciente de sus habilidades. Sea como sea, te salvó la vida.
—No iba a morir. Mi magia me habría protegido. Ni siquiera sé quién fue el insensato que pensó en poner un torbellino en el jardín. Pudo haber sido cualquiera de los presentes en el baile.
El pecho de Evelina ardía con una sensación punzante, como si alguien lo rasgara con garras afiladas. Un gemido áspero escapó de sus labios. De inmediato, los hombres se giraron hacia ella. Elizar se acercó rápidamente, tomó sus dedos con manos frías:
—Ayne, cariño, ¿cómo estás? —murmuró, acompañando sus palabras con un leve beso en la sien, mientras la mirada de Anvar se endurecía aún más.
Evelina intentó incorporarse apoyándose en los codos, pero el mareo volvió con fuerza.
—¿Qué ha pasado?
—¡Salvaste al rey! —exclamó Elizar con alegría en la voz, como si realmente celebrara lo ocurrido—. Alguien colocó un torbellino oculto. Estaba en modo inactivo, pero apenas el rey apareció en el jardín, se activó. Son trampas comunes en el reino, aunque no suelen dañar seriamente a magos de alto nivel.
—Lo que solo confirma lo absurdo del ataque —interrumpió Anvar, sin ocultar su disgusto—. ¿Por qué te lanzaste al torbellino?
—Fue un impulso. Quise apartarlo de usted. No sabía que me atravesaría por completo.
—Una completa imprudencia. ¿Nunca has oído hablar de un vórtice? —las cejas del rey se fruncieron con amenaza y en sus ojos hervía la rabia.
—¡Basta, Anvar! —Elizar le apretó con más fuerza los delicados dedos de Evelina, como si quisiera protegerla—. Ayne te salvó. Arriesgó su vida. Y en lugar de agradecerle, la estás interrogando.
Editado: 19.07.2025