El secreto de la sirvienta

34

El desayuno le pareció insípido y el coqueteo de Milberga, irritante. Esa joven ya se imaginaba como su esposa, aunque Anvar sospechaba que lo único que realmente le interesaba era el estatus de reina. Cecilia, en cambio, se comportaba con recato, lanzándole miradas tímidas. También notaba el creciente interés de Elizar por Ayne. Jamás había visto a su hermano mirar a nadie de esa manera.

Ella fingía que entre ambos no había ningún lazo, como si el duque fuera apenas un conocido. ¡Maldita sirvienta! ¿Qué tenía de especial? A Anvar le parecía extraño que esa misma chica gustara tanto a él como a su hermano. La sospechaba de utilizar magia, de lanzar algún tipo de hechizo, aunque no entendía con qué propósito. Sin apartar los ojos de ella, apretó con fuerza el tenedor. Había decidido averiguar qué ocultaba.

Tras el desayuno, dio una orden tajante a Gustav:

—Prepara un caballo. Necesito montar. Quiero despejar la mente.

—Como ordenéis, Majestad —respondió el hombre, aunque no se apresuró a salir. Dudó, se quedó cerca de la puerta.

—¿Algo más? —la impaciencia en la voz de Anvar era evidente.

Gustav bajó la cabeza:

—Vuestra Majestad ordenó vigilar a Ayne. Anoche, fue visitada por Elizar.

Una llama de ira encendió el pecho de Anvar. Ardía como fuego. Deseaba que esa muchacha le perteneciera solo a él, no a su hermano. Nunca se había interesado por mujeres ajenas, pero esta lo volvía loco. ¡Maldición! De un manotazo derribó un vaso que cayó al suelo con estrépito. Como si no lo notara, se dirigió a la ventana.

—En ese caso, prepara también un caballo para Ayne. Me acompañará. Y llama a Derek, tengo una tarea para él…

Tiempo después, Anvar salió del palacio. Bajó los escalones con porte regio y la vio. Ayne estaba parada a cierta distancia de los caballos. Parecía temerles. Su cabello oscuro, otra vez sin cofia, se agitaba al viento en mechones sueltos.

Su caballo favorito, Guerrero, movía la cola con satisfacción. Su pelaje negro brillaba bajo el sol. Relinchó y sacudió la melena. Anvar pasó junto a la muchacha. Se obligó a no mirarla. Sin volver la cabeza, ordenó:

—Toma agua y sube a tu caballo. Quiero cabalgar, pero no pienso morir de sed.

—No sé montar —dijo Ayne en voz baja, titubeante.

Anvar se giró bruscamente. Necesitaba asegurarse de no haber escuchado mal. La muchacha lucía asustada, sin rastro de su habitual seguridad. No conocía a nadie que no supiera montar a caballo. Sospechaba que Ayne simplemente inventaba excusas para no acompañarlo.

—Me sorprendes más cada día. ¿Cómo es posible? Todos saben montar.

Ayne se humedeció los labios, un gesto que encendió algo en su interior. Bajó la mirada:

—Tal vez lo sabía, pero no lo recuerdo. Ayer os dije la verdad.

Anvar frunció el ceño. No creía que alguien pudiera perder la memoria sin razón. Bien, si ella había comenzado ese juego, se arrepentiría. Una sonrisa maliciosa se dibujó en sus labios:

—Entonces has tenido suerte. Hoy aprenderás a montar.

Los ojos de Ayne reflejaron temor. Apretó la tela de su vestido, pareciéndose a un ciervo asustado.

—Creo que sería mejor encargarle el agua a otra persona.

La furia lo cegó. Estaba convencido de que lo hacía solo para no acompañarlo. No entendía por qué lo evitaba con tanta insistencia. Se inclinó hacia ella y siseó como una serpiente venenosa:

—Te lo he ordenado y mis órdenes no se discuten. Yo te ayudaré a subir.

Anvar descendió de su caballo, se acercó al alazán con silla de dama y, de un solo movimiento, tomó a la joven por la cintura y la alzó. Ayne soltó un grito de sorpresa, se aferró a la montura y se encogió, temblando de miedo. No parecía fingir.

—¿Nunca has cabalgado?

—Una vez, con Elizar. Él me sostuvo —Anvar frunció los labios al oír eso. Ayne no pareció notarlo—. Fue cuando me llevó al palacio, después de que escapé.

—Hoy lo intentarás sola. Lo importante es no tener miedo. Los caballos lo sienten. Pon el pie en el estribo.

—Si tan solo supiera dónde está…

Movió la pierna al azar y el animal relinchó, incómodo.

—¿Buscas el estribo o quieres hacerle cosquillas al caballo? —bromeó Anvar.

Ayne se limitó a hacer un gesto de fastidio.

—Quisiera verte conduciendo un coche por primera vez —murmuró.

Pero Anvar la oyó perfectamente. Ella pareció darse cuenta de que había dicho demasiado y corrigió:

—Quiero decir que lo intento, pero hacerlo a ciegas no es fácil.

Anvar le levantó el dobladillo del vestido hasta casi las rodillas, para que no le estorbara, y acomodó su pie en el estribo. Solo entonces comprendió lo que acababa de hacer. Todo el personal observaba con sorpresa. No solo había alzado en brazos a una sirvienta, sino que, en público, había dejado ver sus piernas. Bastante esbeltas, por cierto.

El rey apartó la mirada y dejó caer la falda, que volvió a cubrir los zapatos con un susurro.

—Si ya está todo listo, podemos partir —dijo, asintiendo a Gustav.

El hombre se acercó y le entregó a Ayne una cantimplora llena de agua. Ella la tomó, colgándosela del hombro con la correa. Levantó la cabeza con orgullo y miró al frente, decidida.

Anvar ni siquiera sabía por qué había montado esta escena con el agua. Pero observarla era... interesante.

—¿No vas a tomar las riendas?

La muchacha miró alrededor, como si buscara algo. Parecía realmente confundida, como si fuera la primera vez que se sentaba en una silla de montar. El rey le acercó las riendas. Ella las agarró con fuerza, como si temiera soltarlas.

Anvar dio un tirón y el caballo comenzó a avanzar, tranquilo.




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