El secreto de la sirvienta

35

Los ojos de la joven se agrandaron mientras se aferraba a la parte delantera de la silla, tambaleándose con inseguridad. Bastaba un movimiento brusco del caballo para que Ayne cayera al suelo. Anvar, con paso rápido, alcanzó al animal y le tendió la mano:

—Vamos a fingir que te creo que es tu primera vez. Sujétate de mi mano.

Sus delicados dedos se posaron en la palma ancha del hombre. Caminaba a su lado, apoyándola con firmeza, sin perderla de vista. Ella temblaba, parecía tan pequeña y vulnerable… Al rey le gustaba tocarla. Ese contacto no solo le calentaba la mano, sino también el pecho.

Con cada paso, Ayne se sentía más segura. Enderezó la espalda, ahora tensa como la cuerda de un violín.

—Veo que ya te estás acostumbrando. Supongo que puedes continuar sola.

Ayne asintió con timidez. En cuanto Anvar soltó sus delgados dedos, la joven volvió a aferrarse a la montura. El caballo continuó su paso tranquilo mientras el rey se dirigía hacia su corcel favorito. Esperaba que no se cayera. Al menos ahora estaba en silencio, sin clavarle sus palabras envenenadas. Toda esa arrogancia había desaparecido, solo quedaba un rostro angelical, sereno.

Anvar montó con agilidad. El caballo partió al galope. Alcanzó a Ayne y redujo la velocidad:

—¿De verdad hacía falta ponerte sobre un caballo para que te volvieras obediente y callada?

—No se ilusione, Su Majestad. Me adapto rápido, pronto volveré a ser yo misma.

—Ya lo veremos.

Anvar presionó con las piernas los costados de su caballo y este aceleró. Al rey le encantaba galopar. El viento en el rostro le daba una sensación de libertad, lo alejaba de los deberes y la rutina. El caballo se internó en el bosque, disminuyendo la marcha mientras las hojas secas crujían bajo sus cascos.

Solo entonces Anvar miró hacia atrás. Detrás, los guardias se dispersaban montados. Por más que buscó, no logró ver a Ayne. ¡Maldita muchacha! No entendía por qué se preocupaba tanto por ella. Dio la vuelta bruscamente y volvió a toda velocidad. Al salir del bosque, por fin la vio.

El caballo de Ayne avanzaba despacio. La joven se sostenía con más firmeza en la silla. Al ver al rey, esbozó una ligera sonrisa:

—¿Quiere agua? Porque para eso me ordenó acompañarlo, ¿no?

Anvar frunció el ceño. Parecía que la chica había adivinado la verdadera razón de su compañía y se burlaba de él.

—Beberé agua más tarde, en un lugar especial. Si es que logras llegar. ¿Estás lista para acelerar?

—No mucho… pero ¿acaso tengo opción?

—No —Anvar esbozó una sonrisa seca y volvió a galopar. Quería ver si ella aceptaba el desafío. Detrás se oían los cascos de su caballo acelerando. El rey no apuró demasiado el paso. Prefería tenerla cerca.

Ascendían sin notarlo hasta alcanzar un risco rocoso. Una formación de grandes piedras se alzaba sobre un río angosto. Anvar desmontó, avanzó con seguridad entre las rocas y se sentó sobre una enorme piedra, con la mirada perdida en el horizonte. Le gustaba pasar tiempo allí, contemplar sus dominios, ordenar sus pensamientos.

Pero esta vez, la presencia de Ayne le robaba la concentración. Aunque ella callara, su mera cercanía lo inquietaba. Deseaba observarla, descifrar todos sus secretos.

Se giró de golpe. La joven seguía en el caballo, sin atreverse a bajar. Entrecerraba los ojos por el sol brillante.

—¡Agua! —gritó Anvar con intención, atento a su reacción.

Ayne bufó, casi se deslizó del caballo y saltó torpemente. Era la primera vez que el rey veía a alguien desmontar así. Se irguió con porte altivo y caminó como si desfilara por la alfombra roja del salón del trono. Subió a las rocas, se acercó a él con paso firme, se quitó la correa del hombro y le tendió la cantimplora:

—Aquí tiene, Su Majestad.

—¿Y quién se supone que debe abrirla? —En las campañas solía hacerlo él mismo, pero hoy deseaba provocarla. Sabía que aquella sumisión era temporal y esperaba que, en cualquier momento, saliera la fiera que llevaba dentro.

Contra todo pronóstico, ella destapó la cantimplora y se la ofreció de nuevo. Anvar sonrió satisfecho, se levantó y tomó el recipiente, tocando con intención la piel de la joven. Ayne no apartó la mirada. Lo enfrentó con la cabeza alta, con un dejo de desafío, sin mostrar la más mínima turbación.

Normalmente, en un gesto tan íntimo, las damas bajaban la vista, se escondían tras abanicos coloridos y fingían pudor. Ayne no hacía nada de eso. No intentaba ganarse su atención, ni hechizarlo, ni enamorarlo. Tal vez por eso le resultaba tan magnética.

Mientras bebía, ella observó el río abajo, serpenteando como una cinta de plata. Dio un paso atrás con cautela.

—¿Tienes miedo? —Anvar alzó las cejas, sorprendido. Creía que esa muchacha era fuerte y valiente.

Ayne asintió con cierta inseguridad:

—Un poco. No me asusta la altura, sino la posibilidad de caer.

—No temas, no te voy a empujar… si es eso lo que crees —Anvar le devolvió la cantimplora. Ella se la colgó al hombro y el recipiente quedó colgando libremente.

Ayne negó con la cabeza:

—No, no es por su presencia.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.