El secreto de la sirvienta

36

Anvar quería creerlo. Pero la chica seguía tensa, como si deseara huir de aquel lugar cuanto antes. El hombre abrió los brazos:

—Mira a tu alrededor, qué belleza. Hay una leyenda muy antigua sobre cómo surgieron estas rocas. Dicen que aquí descansaban dos enamorados. El hermano del joven, que también estaba enamorado de la misma chica, llegó hasta este lugar. Ambos hermanos se disputaban el amor de una sola mujer. Ella eligió al mayor, pero el menor no pudo aceptar su derrota. Pelearon, el hermano mayor murió… La joven lloró tanto que, en el lugar de su amado, nació un río. Lloró tanto y por tanto tiempo, que sus lágrimas se convirtieron en estas piedras. Ella misma se transformó en una roca y cayó sobre el hermano menor. Así, los tres quedaron para siempre aquí.

—No es una leyenda bonita… es trágica —la voz de Ayne se cargó de descontento. Anvar se rascó la nuca.

—Puede ser. Pero sin ese amor, este lugar no existiría.

—¿Tú crees en eso? —se le escapó el tuteo, tan involucrada estaba en la conversación. Bajó la cabeza, arrepentida—. Disculpad… quería decir: ¿usted cree en eso?

—Las leyendas solo cuentan una parte de la verdad. Quizá sí existieron esos hermanos enamorados… y su final no fue tan trágico.

La historia le recordaba su propia situación. Aunque en su caso, la muchacha había elegido al hermano menor. Bueno, a él no le importaba. En unos días, debía anunciar quién sería su futura esposa. Era difícil decidir entre Milberga y Cecilia. Ayne no estaba en esa lista. Esa muchacha temblaba como un cervatillo asustado, y él solo quería tranquilizarla.

Extendió la mano con autoridad:

—Ven aquí.

Ayne se acercó, pero no se atrevió a poner su mano en la de él. Anvar la tomó él mismo y, colocándose detrás, la atrajo suavemente hacia su cuerpo. Para evitar que escapara, entrelazó sus manos sobre su cintura. Con la otra, señaló una mancha clara entre la vegetación:

—¿Ves allá? Es la finca del duque Panerburg. Antes vivía allí. Íbamos seguido a visitarlos. Pasé mi infancia con Milberga, sus hermanos y Elizar. Nunca imaginé que ella se convertiría en una poderosa maga y aspiraría a ser mi esposa.

—¿No siente nada por ella? —Ayne giró la cabeza, curiosa. Anvar negó con la cabeza.

—Si quiero ser un buen rey, no puedo permitirme sentir. Milberga es una buena opción: educada, elegante, con un alto nivel de magia. Dará herederos fuertes. La conozco bien, no hay sorpresas. Tiene carácter firme, sabrá lidiar con las intrigas y comportarse como reina.

—¿Entonces ya ha decidido? ¿La elegirá?

—No lo sé. Milberga es demasiado rígida. Me gustaría que mi esposa, la futura reina, tuviera más humanidad. Cecilia sigue siendo un enigma… pero es más fácil de descifrar que tú.

De pronto, empujó a Ayne hacia adelante. Ella quedó al borde del acantilado. Piedrecillas rodaron bajo sus pies y cayeron al vacío. Anvar no soltó su mano. Sabía que jamás lo haría, pero no quería que ella lo supiera. Con voz grave, le susurró:

—Dime la verdad. ¿Qué haces con mi hermano?

Sintió cómo temblaba. Ayne se pegó a su cuerpo, intentando retroceder en busca de seguridad. Él no se lo permitió. Finalmente, ella cedió:

—Él me prometió protección.

—¿Protección de quién? —La sola idea de que estuviera en peligro le provocó angustia. Haría cualquier cosa para protegerla. Pero sus siguientes palabras lo dejaron en shock.

—De usted. Usted me amenazó con matarme.

Anvar quedó inmóvil. Quiso asimilar lo que acababa de oír. Solo había querido asustarla, hacerle pagar por haberlo desafiado. Apretó los labios. ¡Qué estúpido había sido! Fue él quien la empujó hacia los brazos de su hermano. ¡Idiota!

La atrajo con fuerza, alejándola del precipicio. La abrazó con ternura, acariciándole la espalda. Ella no se resistió. Se apoyó en su pecho, aferrándose a sus hombros como si temiera caer. En ese instante, al rey no le importó la decencia ni los guardias que presenciaban la escena. Solo quería calmarla.

—Jamás te haría daño. ¿Me oyes? Solo quería asustarte.

Ayne se apartó y secó sus lágrimas:

—Lo consiguió.

—No imaginé que tendría consecuencias tan graves —la voz del rey se tornó suave, vulnerable.

Si no fuera por su orgullo, Ayne sería suya. Podría abrazarla así siempre, tenerla cerca, besarla cada noche. Recordaba el sabor de sus labios… La deseaba más que nunca. Ella lo atraía como una llama, y él temía arder en ese fuego.

Pero sus palabras lo hicieron volver en sí:

—Si no piensa lanzarme al vacío… entonces suélteme.




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