Anvar soltó sus dedos, y la joven se alejó. Se detuvo junto al caballo y ni siquiera miró al rey. Destapó la cantimplora y, sin ningún pudor, dio varios tragos de agua. Gustav reaccionó de inmediato con un siseo:
—¿Qué haces? ¡Esa es el agua del rey! ¿Cómo te atreves a beber de la cantimplora?
—Considéralo una compensación por el estrés que acabo de sufrir. Estuve al borde del precipicio y bien podría haberme caído. No te preocupes, en el palacio la lavaré y la herviré. Volverá reluciente y estéril. Mis microbios no dañarán a Su Majestad.
Ayne hablaba de forma extraña. Algunas de sus palabras Anvar no las comprendía, lo cual solo aumentaba su fascinación por ella. Con un gesto, indicó a los sirvientes que dejaran el asunto. Al fin y al cabo, fue su culpa. La había asustado demasiado. Desvió la mirada y fingió observar el horizonte, como si no notara a nadie.
Dentro de él rugía un huracán. Elizar se había aprovechado de la situación y había nublado la mente de la muchacha. ¿Cómo pensaba protegerla de él? Al menos ahora sabía que Ayne no amaba a su hermano. Eso le hacía latir el corazón con renovada alegría.
Tras quedarse un rato más, decidió regresar al palacio. Tenía que prepararse para la próxima expedición. Se giró hacia los caballos. Ayne ya se había calmado. Estaba sentada bajo un árbol, girando una hoja verde entre los dedos, como si le ayudara a pasar el aburrimiento.
—Volvemos. Ayne, ¿necesitas ayuda para montar?
—No se preocupe, Su Majestad. Puedo sola.
Se levantó y, con el mentón en alto, se acercó al caballo. Anvar observó con especial deleite cómo intentaba montar. Puso un pie en el estribo, se agarró con ambas manos a la silla y saltó. El resultado fue cualquier cosa menos elegante: torpe, descoordinado y nada digno de una dama refinada.
Durante todo el camino de regreso, Anvar cabalgó junto a su yegua. Intentaba entablar conversación, entretenerla, redimirse un poco. Pero Ayne respondía con escaso entusiasmo, como si anhelara deshacerse pronto de su compañía.
Al llegar a los establos, el rey bajó de su caballo y se acercó al animal que montaba Ayne. Le ofreció la mano:
—Permíteme ayudarte a bajar.
Ella posó sus delicados dedos en su palma y descendió. Con la otra mano, él la sostuvo por la cintura. Incluso cuando sus pies tocaron el suelo, Anvar no la soltó. Permaneció quieto, mirándola a los ojos, tan oscuros como el carbón. No quería romper ese momento. Ignorando la decencia, disfrutaba de aquel contacto. En su mente, ya besaba aquellos labios suaves como pétalos de rosa.
Una risa forzada detrás de él le devolvió la cordura. Dio un paso atrás y soltó a la joven. Al girarse, vio a las duquesas en la terraza. Milberga y Cecilia charlaban animadamente bajo delicadas sombrillas, sin quitarle ojo al rey. Anvar no creía en su amistad; ambas competían por él.
Se volvió hacia Ayne:
—Puedes descansar un poco. Y reflexiona sobre lo que te dije. No creo que necesites el amparo de Elizar.
Luego, se dirigió hacia las duquesas. No tenía ningún deseo de encontrarse con ellas, pero no podía ignorar el protocolo. Subió a la terraza, y las damas hicieron una reverencia elegante.
—Señoras, no esperaba verlas juntas.
Tomó la mano enguantada de Milberga y la besó con cortesía. No era necesario, pero decidió agasajarlas. Ella sonrió con amplitud:
—Queríamos conocernos mejor. Cecilia aún no conoce a nadie en la corte. Le estoy ayudando a integrarse.
—Muy loable —dijo, aunque la amabilidad de Milberga lo ponía en guardia. Ella era como una serpiente: encantadora al sol, pero lista para morder si alguien le pisaba la cola.
Luego, tomó los dedos de Cecilia y besó sus guantes color beige. El aroma dulce de su perfume le hizo cosquillas en la nariz. Se irguió, liberó su mano y ocultó su incomodidad.
—Espero que os guste el palacio.
—Mucho. Es digno del título de la residencia más lujosa del reino.
—Tal vez pronto sea su dueña —dijo, subrayando cada palabra mientras observaba a Milberga. Quería ver su reacción, pues no necesitaba una esposa celosa y vengativa. Las mejillas de la duquesa se tensaron, pero mantuvo la compostura. Cecilia, por su parte, sonrió radiante:
—Sería un honor.
—¿Me acompañará en el paseo vespertino?
—¡Con gusto! —Cecilia se llevó la mano al corazón, fingiendo sorpresa. Milberga frunció el ceño, pero, a pesar de su malestar, forzó una sonrisa:
—Espero recibir una invitación similar pronto.
—Por supuesto —respondió Anvar, sin siquiera mirarla, mientras asentía suavemente hacia Cecilia—. Hasta pronto, duquesa.
Entró al palacio con paso altivo, sintiéndose un vencedor. Había averiguado los verdaderos sentimientos de Ayne hacia Elizar, había invitado a Cecilia para conocerla mejor y, de paso, despertado los celos de Milberga.
Editado: 13.08.2025