El secreto de la sirvienta

38

Durante todo el día, Ayne no dejaba de pensar en la conversación con el rey. Por la mañana estaba convencida de que él realmente la empujaría desde aquel acantilado. Ya una vez había intentado reducirla a cenizas, y parecía decidido a acabar el trabajo. En el almuerzo, el hombre se mostró callado, ni una sola vez la miró. Claro, ¿por qué habría de mirar a una sirvienta? Había conseguido lo que quería: supo, o al menos creyó saber, la verdad sobre su relación con Elizar. Ya no sentía curiosidad.

Pero Ayne, inesperadamente, sintió celos. Cuando el rey partió a pasear con Cecilia, su corazón ardió. Sabía que la duquesa podría convertirse en su esposa, que iban escoltados por una dueña y una decena de guardias, pero aun así, el fuego interno no disminuía. Se repetía que no le importaba, pero su mirada no dejaba de ir a la ventana, por si acaso aquella pareja regresaba.

El paseo debió de haber ido bien, ya que el rey casi llega tarde a la cena. Cecilia se mostró más desenvuelta en la mesa, conversando alegremente con el monarca, lo que indicaba una creciente cercanía. Para Ayne, observarlos charlar y reír juntos era insoportable. Al terminar aquella cena que más parecía una tortura, Elizar, al pasar junto a Evelina, se detuvo y le susurró al oído:

—Vendrás a mi habitación esta noche.

Sus palabras sonaron a orden y le recorrieron la espalda como un escalofrío helado. Ayne frunció el ceño:

—No creo que sea necesario. Ya he aprendido a controlar la magia.

—Esta vez no practicaremos magia...

La frase tuvo un tono peligrosamente ambiguo. El hombre salió del comedor, pero Evelina aún sentía sobre ella su mirada fría. Tiró del delantal con frustración. No pensaba ir. Esa noche, no se presentó en los aposentos de Elizar. Durmió en la sala común de las sirvientas. Al fin y al cabo, esos aposentos lujosos solo le pertenecieron por una noche.

A la mañana siguiente, el duque no se quedó callado. La agarró del brazo con brusquedad, apretándolo como si temiera que huyera.

—Te ordené que vinieras. ¿Por qué no apareciste anoche? Te esperé mucho tiempo.

—Te dije que no iba a ir, ¿no es extraño que lo olvidaras?

El ceño de Elizar se frunció y en su frente apareció una cascada de arrugas.

—No puedes ignorar mis órdenes. Soy el segundo heredero al trono. Si Anvar no tiene descendencia, yo seré el próximo rey. Como comprenderás, tengo un papel muy importante en la corte.

—Disculpe, ilustre duque. Ingenuamente creí que, como su amante, podía darme alguna libertad.

La expresión del hombre se suavizó. Como si recordara algo, esbozó una sonrisa cálida:

—Por supuesto, pero deberías haber supuesto cuánto deseo estar contigo. Incluso un minuto a solas contigo es invaluable. Si realmente dominas la magia como dices, deberías cumplir tu misión. Entonces ya estaríamos lejos de aquí, y tú no vestirías estos harapos.

—Estos harapos me los da el mismísimo rey a sus sirvientes. Da gracias que perdí por accidente ese ridículo gorro y siempre olvido buscar otro, de lo contrario, parecería un espantapájaros.

Elizar deslizó la mano hasta su palma y la sostuvo.

—Perdóname, no quise ofenderte. Solo quise decir que ya vestirías ropas lujosas y tendrías tus propios criados. Intenta cumplir tu tarea hoy.

El hombre se marchó y Evelina exhaló aliviada. Era un pequeño sorbo de libertad, aunque ilusoria. Elizar nunca preguntaba qué deseaba ella, solo daba órdenes y compartía sus planes. Mientras lavaba la camisa del rey, pensaba en su próximo paso. No podía engañar al duque por mucho tiempo. Tenía que idear algo.

Greta, la doncella personal de Cecilia, entró en la lavandería. Lucía pálida y abatida. Se llevó una mano a la frente y se apoyó en un balde de agua.

—Me siento fatal. Ayne, ¿puedes cubrirme un rato? Las damas quieren bañarse, y ni siquiera puedo llevar el balde.

—¡Claro! —Ayne se levantó preocupada—. ¿Qué te pasa?

—No lo sé. Me siento débil y me da vueltas la cabeza. Cecilia ya está en el baño. Solo necesito descansar un poco.

—¿Estás segura? ¿Llamo al sanador? —Ayne la miró con recelo. La medicina de este lugar no inspiraba mucha confianza, pero algo habría que hacer.

—No, ya me ha pasado antes.

Ayne tomó el balde con agua caliente y fue hacia la sala de baños. Una bañera dorada ocupaba el centro de la estancia. Cecilia ya se bañaba, con los ojos cerrados y expresión de placer, mientras las sirvientas masajeaban su cuerpo con aceites aromáticos. Evelina se quedó de pie, indecisa.

Una de las sirvientas siseó:

—No te quedes ahí. Añade agua a la bañera, la señora tiene frío.

Ayne obedeció. Con cuidado, vertió el agua caliente, que se deslizaba lentamente sin salpicar. La bañera se llenó sin tocar apenas las piernas de Cecilia.

—¿Es suficiente, mi señora, o añado más?

Cecilia abrió los ojos con pereza:

—Añade más. ¿Dónde está Greta?

—No se sentía bien. Me pidió que la sustituyera.

Evelina vació el resto del balde. De pronto, Cecilia agitó las piernas y el agua se esparció. El líquido se volvió morado, del color del jacinto joven. Parecía hervir. Una espuma violeta cubrió la superficie.

Cecilia chilló con voz aguda y saltó de la bañera:

—¡Arde! ¡Todo mi cuerpo arde! ¿Qué has echado ahí?

Evelina, horrorizada, vio cómo la piel de la duquesa se cubría de ampollas rojas. Una sirvienta se quedó paralizada, tapándose la boca. Otra cubrió a Cecilia con una toalla. Evelina, desesperada, corrió hacia un balde de agua fría:

—¡Tal vez si la enjuagamos...!

—¿Qué me has echado, bruja? —Cecilia la miró con odio, los puños apretados contra el pecho, como si fuera a lanzarse sobre ella.

Evelina negó con la cabeza, temblando:

—Nada. Pensé que era solo agua...

—¡Mientes! —las lágrimas brotaron de los ojos de la duquesa—. ¡Mira lo que me has hecho! ¿Fue por el rey? ¿Ahora ya no querrá casarse conmigo? ¿Quién te dio la orden?




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