—¡Pero yo no hice nada! Fue Greta quien me pidió llevar ese cubo hasta usted.
Las sirvientas ya le habían puesto a Cecilia una bata de noche amplia, más parecida a un camisón. Con los dientes apretados, la joven se quejaba y fruncía el rostro de dolor. En ese momento, irrumpieron los guardias. Los hombres bajaron la mirada al suelo, sin atreverse a mirar a la duquesa ni de reojo. Cecilia, ajena a su estado y a la poca decencia de su atuendo, señaló a Evelina con un dedo tembloroso:
—¡Arréstenla! ¡Miren lo que me ha hecho! —exclamó al tiempo que arremangaba la bata y mostraba los brazos enrojecidos, cubiertos de ampollas.
—Avisaré al rey y llamaré al sanador —dijo con voz temblorosa uno de los soldados, y salió apresurado de la estancia. El otro examinó con atención la bañera.
—Alguien vertió aconilitina. Esta sustancia se extrae del acónito. En el agua permanece incolora, pero al contacto con la piel viva toma un tono lila y la corroe. Ha tenido suerte, duquesa. El daño podría haber sido fatal.
—¿Y eso lo llama suerte? ¡Ahora no podré salir en público jamás! ¡Tendré que esconderme para siempre por culpa de ella! —Cecilia volvió a apuntar a Evelina con odio. La joven sintió sobre sí las miradas acusadoras, y no lo soportó:
—¡Ni siquiera sabía que existía esa sustancia! En lugar de culparme, deberían centrarse en buscar al verdadero culpable.
Unos pasos apresurados captaron la atención de todos. Anvar entró en la sala. Observó brevemente el rostro de Evelina, pero fijó su mirada en Cecilia, quien bajó la cabeza con gesto doliente.
—¡Su Majestad! ¡Mire lo que esta víbora me ha hecho! —sollozó la duquesa, y enseguida se cubrió el rostro con las manos quemadas—. Aunque mejor no mire... ya no soy digna de sus ojos.
El rostro de Anvar se endureció. Miró a la duquesa con cierta compasión, pero luego desvió bruscamente la mirada hacia Evelina.
—¿Alguien puede explicarme qué ocurrió aquí? ¿Qué le pasó a Cecilia?
La pregunta iba claramente dirigida a Evelina. Ella sabía que nadie le creería. La repentina enfermedad de Greta le hacía pensar que esto había sido orquestado para incriminarla. Con la voz temblorosa, dijo:
—No soy culpable. Greta me pidió que llevara el cubo de agua a la duquesa porque se sentía mal. Cumplí con su pedido, vacié el agua en la bañera y de repente el agua se volvió violeta, y la piel de la duquesa se cubrió de ampollas. ¡No fui yo! ¿De verdad cree que sería tan tonta como para poner veneno en el agua y verterla con mis propias manos delante de todos? Es obvio que yo sería la primera sospechosa. ¡Jamás arriesgaría tanto!
—O quizás contabas con eso —replicó Cecilia, sin ceder ni un ápice en sus acusaciones—. Todos saben que el mejor escondite es el más visible. Aquí no tengo enemigos. Pensé que con Milberga tendríamos tensiones, pero ha sido encantadora. No creo que ella se aliara con esta criada para deshacerse de mí. Pero ahora, Su Majestad, parece que solo le queda una prometida. ¡Enhorabuena a Milberga! —lloriqueó, secándose las lágrimas con teatralidad.
—Aconilitina —repitió Anvar, pensativo—. Es una sustancia rara. Dudo que Ayne tuviera acceso a ella.
—¿Entonces quién? —gritó Cecilia, con rabia en sus ojos—. ¡No tengo enemigos! Solo se me ocurre Milberga, pero ya le dije, somos amigas. Alguien lo ha conseguido: ¡ahora ella será reina!
—Todavía no he tomado una decisión. Tus heridas no son motivo suficiente para descartarte —la voz del rey sonó firme, cortando el murmullo de la sala.
Anvar se acercó a la bañera, contemplando el agua como si buscara en ella el nombre del culpable. En ese momento, entró el sanador. Su cabello claro brillaba con reflejos plateados, su barba bien recortada mostraba algunos hilos grises, y sus ojos azules reflejaban una viva curiosidad. Hizo una reverencia.
—Titus —le dijo el rey—, alguien vertió aconilitina en la bañera de la duquesa. Su piel está cubierta de ampollas.
Titus se acercó a la duquesa y extendió la mano.
—¿Me permite examinarla?
Cecilia, en silencio, se remangó, mostrando su piel dañada. El sanador se inclinó, examinó con detenimiento y pasó los dedos por la barba. Luego, tocó con suavidad una ampolla.
—¿Le duele?
—Cuando me toca, sí.
Titus se dirigió a la bañera y sumergió su mano en el agua. Algunas sirvientas soltaron un grito ahogado, pero el rostro del rey permanecía impasible, atento a cada movimiento. El sanador sacó la mano enrojecida y cubierta de pequeñas ampollas.
—Tal como imaginé. Es una dosis calculada. Si hubieran vertido un poco más, el dolor sería insoportable. En este caso, solo causa un escozor. Parece que el agresor no quiso matarla, sino afectarle el aspecto físico. Y aun así, su rostro no se ha visto dañado. Las marcas se pueden ocultar con ropa.
—O el culpable no conocía bien la sustancia —Cecilia no aceptaba del todo su análisis—. Si cree que estas ampollas no son un daño real, se equivoca. Ahora, cada vez que me mire al espejo, veré mi piel arruinada.
Editado: 13.08.2025