El secreto de la sirvienta

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La joven apretó los labios con furia. Elizar nunca le preguntaba si eso era lo que ella quería. Sospechaba que, en cuanto cumpliera su voluntad, él se desharía de ella para siempre. La puerta chirrió y Titus asomó la cabeza por el umbral. Evelina soltó las manos de las gélidas palmas de Elizar y dio un paso al costado, ampliando la distancia entre ambos.

El sanador inclinó ligeramente la cabeza:

—Perdonad, duque. Pensé que Ayne estaba sola.

—No pasa nada, ¿necesitabas algo? —parecía que la llegada del sanador no incomodaba a Elizar, al contrario, parecía complacido de haber sido visto en una situación tan comprometedora.

Titus se armó de valor y entró en la habitación:

—Creo que sería bueno mostrarle a Ayne la sala de sanación hoy, para que mañana pueda comenzar con el trabajo.

—Por supuesto —asintió el duque con aprobación—. No la subestimes, mi pajarita. Estoy seguro de que será una excelente aprendiz.

Evelina apretó los labios con rabia. Se obligaba a callar, reprimiendo las ganas de soltarle todo a ese arrogante duque. A diferencia de Ayne, ella nunca le perteneció. Elizar parecía no notar la diferencia entre ambas, y eso lo hacía actuar con tanta familiaridad.

La sala de sanación resultó ser una estancia amplia y alargada, saturada con un sofocante aroma a hierbas. Evelina deseaba abrir las ventanas de par en par y dejar entrar un poco del aire fresco que evidentemente llevaba tiempo ausente. Las estanterías llenas de plantas, tinturas, ungüentos y libros cubrían las paredes y parecían interminables. En el centro destacaban una mesa maciza y un banco de madera ancho. Titus le indicó con la mano:

—Siéntate. Empezaremos por lo básico. ¿Sabes leer y escribir?

La chica asintió.

—Perfecto.

Evelina tomó asiento con curiosidad mientras observaba a su maestro. Él extrajo un libro de páginas amarillentas y cubierta de cuero marrón, y lo colocó frente a ella. Al abrirlo, una nube de polvo fino se alzó en el aire y le hizo cosquillas en la nariz. La chica estornudó, cubriéndose instintivamente el rostro con las manos. Titus no pareció notarlo y continuó su explicación:

—Yo sano con pociones mágicas. Lamentablemente, el don de la sanación está casi extinto y no lo poseo. Solo elaboro remedios siguiendo recetas antiguas. Tú, en cambio, no necesitas pociones. Puedes curar sin ellas.

—Pero no sé cómo. Sucedió solo, sin que lo provocara.

—Al ver a una enferma, tu magia despertó. Actuaste por instinto. Por cierto, cuando fui a ver a Renata, estaba completamente sana. Exhausta, pero sin daño alguno. ¿Acaso la sanaste también?

Evelina reflexionó. Recordó que, al sostenerle la mano a la mujer, un humo tenue la envolvió. En ese momento, ni siquiera imaginó lo que realmente había hecho. Se encogió de hombros:

—Tal vez. Vi unas hebras de humo, pero desaparecieron rápido.

—¿Nunca mostraste este don de pequeña?

—No lo sé. Ya dije que no recuerdo nada.

Titus entornó los ojos con desconfianza:

—La memoria no se pierde así porque sí. Alguien te la hizo olvidar. Podrías estar en peligro.

Por primera vez, Evelina se lo planteó en serio. Quizás alguien de verdad quería deshacerse de Ayne. Todavía no entendía cómo había llegado a este mundo. Se atrevió a preguntar lo que más la intrigaba:

—¿Cree usted en la transmigración de almas?

—¿Te refieres a los de alma doble? He oído hablar de ellos, pero nunca he conocido a ninguno. Se dice que no pueden controlarse y, por ello, son ejecutados. No te preocupes, los de alma doble recuerdan su vida anterior. Si tú no tienes recuerdos, entonces no eres una de ellos. A menos que ocultes algo... —Titus la miró con suspicacia.

Evelina comprendió que aquel hombre no dudaría en delatarla llegado el momento. Ahora sabía que Elizar no mentía cuando hablaba de los espíriticos, y que ese secreto debía guardarlo con celo. Negó con la cabeza:

—No. Le conté todo.

—Bien. Lee este libro. Mañana pondremos tus conocimientos en práctica.

Titus se marchó, dejándola sola. Evelina abrió el volumen. Las páginas, envejecidas por el tiempo, estaban escritas con caligrafía impecable. No era así como imaginaba las lecciones de sanación. Al menos tendría unas cuantas horas de lectura aburrida asegurada. El libro describía plantas y sus propiedades, acompañado de ilustraciones detalladas. Poco a poco, el contenido captó su interés y no notó cuánto tiempo había pasado. Titus regresó y cerró la puerta con estrépito. El sonido la sacó de su trance. Sobresaltada, apartó los ojos del texto. Afuera, el cielo comenzaba a oscurecerse.

El sanador se acercó y tocó el libro con los dedos.

—Vaya, has leído bastante. ¿Pero lo has retenido?

—No lo sé. Tengo problemas de memoria.

—Bien. Mañana lo comprobaremos. Por ahora, ve a cenar.

Evelina cenó en el comedor del servicio. Revolvía la cuchara en una papilla insípida, alargando el momento lo más posible. Sabía que el rey ya estaría en sus aposentos esperándola. No quería ir. Temía que descubriera su lado oscuro y ordenara su ejecución: quemarla, colgarla, decapitarla... No sabía cómo se impartía la pena capital en ese reino.

De pronto, Mazy entró corriendo, jadeando y con los ojos desorbitados:

—¡Ayne, aquí estás! El rey ordenó que acudas a sus aposentos inmediatamente —suspiró con pesar—. Lo lamento... Está furioso.




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