El secreto de la sirvienta

43

Evelina dejó la cuchara sobre la mesa y se dirigió a los aposentos del rey. Sentía las piernas pesadas como plomo, y cada paso le costaba un mundo. Ese hombre era impredecible, y no tenía idea de qué esperar de él en el siguiente instante.

Frente a la puerta, se detuvo. Cerró los dedos en un puño y llamó suavemente a la puerta de madera. Una voz masculina, ronca y seca, le permitió pasar.

El interior estaba iluminado por la tenue luz de unas velas. Anvar se encontraba junto a la ventana, con los brazos cruzados sobre el pecho, y la miraba con severidad. Evelina se detuvo en el umbral y, al recordar el protocolo, hizo una torpe reverencia.

—¿Decidiste ignorar mi orden? ¿Por qué no viniste?

—Jamás me atrevería —respondió ella, esbozando una sonrisa tan sospechosa que bastó para sembrar duda en su interlocutor—. Me retrasé en la enfermería y acabo de terminar de cenar.

Los rasgos del rostro de Anvar se suavizaron. Bajó los brazos y se acercó a ella, deteniéndose peligrosamente cerca, sin decir palabra. Evelina sintió su aliento sobre el rostro, y el peso de esa mirada inquisitiva le recorría cada rincón. Deseaba cubrirse el rostro con las manos, escapar, desaparecer... pero, pese a sus deseos, no mostró temor. Lo miró directo a los ojos con desafiante firmeza, sin pestañear, concentrándose en esas brasas oscuras, intentando adivinar sus intenciones.

Finalmente, él rompió el silencio, sin apartar los ojos de los suyos:

—Hemos interrogado a Greta. Confirmó tu versión, pero afirma que no sabía nada del alconito. Al fin y al cabo, cualquiera pudo haberlo echado. Lo mismo con el torbellino en el jardín… o el robo del cristal. Últimamente suceden demasiadas cosas, y todas, de algún modo, están relacionadas contigo. Curioso, ¿no?

—¿Me está acusando?

—Solo constato los hechos —respondió Anvar con calma. Su tono era sereno, pero su voz tenía el filo de una serpiente agazapada, lista para atacar.

Evelina se encogió de hombros:

—No tengo nada que decir en mi defensa. Quizá simplemente me encuentro en el lugar y momento equivocados. Si realmente hubiese planeado todo eso, lo más lógico habría sido mantenerme alejada para no levantar sospechas.

Ambos se observaron en silencio, atrapados en un baile invisible de miradas. Evelina sentía un calor sofocante en el pecho, el corazón martillaba como si contara los segundos antes de caer al abismo. De repente, le vino a la mente el recuerdo de aquel beso. Se humedeció los labios y tragó saliva.

Anvar suspiró pesadamente y se dirigió a la mesa.

—Está bien. Espero que mis hombres encuentren a los culpables. Necesito un sanador, sobre todo ahora, con el estado de guerra. ¿Crees que podrás curar a alguien?

—No lo sé. Ni siquiera comprendo cómo curé a la duquesa.

—Tengo algo especial para ti —dijo, tomando una manzana verde algo podrida del frutero y dejándola sobre la mesa.

Evelina frunció el ceño, indignada:

—Gracias, pero no me apetece comer fruta en mal estado. Para la próxima, sepa que no como cosas podridas.

—No es para comer —Anvar sonrió, y por primera vez su rostro perdió esa dureza habitual—. Quiero que intentes curarla.

Ella lo miró con ojos muy abiertos, sin comprender lo que esperaba de ella. El rey aflojó el nudo de su pañuelo al cuello, como si le ahogara.

—Los sanadores no solo curan personas. Tu magia puede devolverle frescura a la fruta.

Evelina sonrió con una chispa de ironía. Pensó que ese don habría sido muy útil en el supermercado de su barrio. Aquella vida lejana le parecía ahora un sueño. Se acercó a la mesa, se concentró en la manzana y la tocó con los dedos. Cerró los ojos e intentó invocar la magia que dormía en sus manos… pero no ocurrió nada. Ni una brizna de humo, ni un soplo de niebla.

Entonces, sintió un toque cálido sobre sus dedos. Se sobresaltó. Anvar se había pegado a su espalda y le susurraba al oído:

—No te sobresaltes. La magia requiere concentración y calma. Libérate de las tensiones —su voz era un susurro seductor que jugaba con su mente. Fingía ignorar cuánto influía en ella su cercanía. Sus manos acariciaban con suavidad los dedos de la joven, y una hoguera comenzó a encenderse en su vientre, amenazando con consumirla por completo.

Ella no abrió los ojos. Se abandonó a las sensaciones que la empujaban al vacío. Deseaba lanzarse con él a esa oscuridad sin fondo. Rozándole la mejilla con los labios, él continuó murmurando:

—Relájate. Vacía tu mente. Siente cómo la energía dentro de ti quiere liberarse. No la detengas… déjala fluir.

Evelina sintió que en la punta de sus dedos nacían chispas. Cosquilleaban la piel como patas de insectos, bailando en un torbellino juguetón. Se desprendieron de sus manos y envolvieron la manzana en un velo de niebla verde.

Abrió los ojos y la niebla se disipó. Sobre la mesa descansaba una fruta fresca, perfecta, con la piel tersa y reluciente.

¡Lo había logrado!

Saltó de alegría. Una sonrisa pura le iluminaba el rostro. Se sintió eufórica por descubrir que dentro de ella también vivía la luz. Con suerte, lograría dominar su lado oscuro. Entusiasmada, giró sobre sí misma y abrazó al rey. Sintió bajo las palmas los músculos tensos de su espalda, que encendieron aún más su imaginación.

—¡Funcionó! ¡Lo conseguí! —rió con una voz clara y luminosa que pareció hacer temblar las paredes de la estancia.




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