El secreto de la sirvienta

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Anvar no apartaba la mirada de los labios de la joven. Sus ojos parecían nublados, con las pupilas dilatadas. Rodeó la cintura de Evelina y, con un movimiento repentino, se inclinó hacia ella. Rozó sus labios con los suyos, pero ella se apartó bruscamente, liberándose de aquel anhelado abrazo.

—Perdóneme, Su Majestad. He cruzado todos los límites.

Recogió el borde del vestido y salió corriendo hacia la puerta. Se marchó tan deprisa que Anvar no tuvo tiempo ni de pronunciar palabra. Abandonó la estancia real como si la hubiera picado una avispa. Recorrió los pasillos a toda velocidad, sin mirar a nadie. Las lágrimas le nublaban la vista, avivando la amargura que se le atragantaba en la garganta. Se encerró en su habitación y fue directo a la ventana, secándose las lágrimas con rabia. Se obligaba a no llorar: incluso en los momentos más oscuros, siempre había intentado mantenerse firme.

Estaba furiosa consigo misma. Anvar ejercía un extraño poder sobre ella. A su lado no podía pensar con claridad, sentía el deseo de abrazarse a su cuerpo ardiente... y besarlo. Besarlo sin control, con ansia, con pasión. A pesar de su carácter insoportable, deseaba estar con él, compartir alegrías y miedos, revelarle todos sus secretos.

Evelina sacudió la cabeza, como para espantar esos pensamientos. Sospechaba que el rey había echado algún hechizo, la había embrujado... No hallaba otra explicación para ese sentimiento. No entendía cómo podía amar a alguien que había intentado quemarla viva y luego lanzarla por un acantilado. Nunca podrían estar juntos. Ella habitaba el cuerpo de una sirvienta. Él era un rey con dos prometidas. Ese pensamiento le laceraba el corazón como una daga envenenada.

Aquella noche apenas durmió. Se revolvió en la cama, sin saber qué hacer. Deseaba contarle la verdad a Anvar, advertirle del peligro, protegerlo. Sospechaba que Elízar no se detendría, que idearía nuevas formas de eliminar a su hermano. Pero temía que, si el rey descubría todo, la ejecutaría sin pensarlo. Para él no era más que una sirvienta, una súbdita, una insignificante criatura en su camino.

Ahora ya no se alegraba de haber sido trasladada. Vería a Anvar con menos frecuencia, y ni siquiera tenía excusas para hablarle. Se convencía de que eso era lo mejor. Podría erradicar ese sentimiento antes de que brotara por completo, sin permitirle florecer.

El desayuno volvió a parecerle insípido y gris. Tenía ganas de irrumpir en la cocina y enseñarles a preparar algo mínimamente sabroso. Ya estaba harta de todas las variedades de gachas. Ni siquiera las aderezaban con algo. Claro, el rey comía otra cosa: carne, pescado, verduras frescas, bollos recién horneados... y ella ya ni recordaba cuándo había probado algo así. Se levantó, dejó la cuchara hundida en la papilla de cebada y se dirigió a la enfermería.

Desde el comedor real se oían risas estridentes. Evelina no pudo resistirse a asomarse. Anvar estaba sentado en la mesa, con expresión sombría. Todos parecían divertirse, menos él, que permanecía ausente, como si su alma no estuviera allí. Ni siquiera Milberga lograba atraer su atención. De pronto, el rey levantó la vista... y la vio. El fuego se encendió dentro de Evelina. Esos ojos oscuros la hechizaban, la arrastraban hacia el abismo. Sintió que iba a caer. Se obligó a girar de golpe y escapar. Otra vez huía como una cervatilla asustada que teme perder su libertad.

Jadeando, llegó a la enfermería como si la persiguiera una manada de lobos. No entendía por qué se derretía con solo una mirada del rey. Se topó directamente con la mirada severa de Robert, el ayudante del sanador.

—Llegas tarde. Te esperaba hace rato.

—Disculpe… no suelo llevar reloj —ironizó Evelina, pero su sarcasmo pasó desapercibido. Robert dejó caer sobre la mesa un saco de tela gruesa y tomó un libro voluminoso. Pasaba las páginas con prisa, buscando algo.

—Tengo una tarea para ti. Irás al bosque a recoger vaprinia, unas flores de pétalos diminutos. ¿Sabes cómo son?

Evelina negó con la cabeza.

—Pensé que me enseñarían magia, no jardinería.

—No hay sanación sin botánica. Además, necesito esas flores para elaborar un perfume. Milberga quiere reponer su frasco, y sin vaprinia es imposible. Mira —le señaló una ilustración—, así son.

Evelina miró con poco entusiasmo los pétalos azulados en forma de flecha y las pequeñas hojas verdes. No tenía nada en contra de un paseo por el bosque, pero le daba miedo ir sola.

—¿Irá alguien conmigo? No conozco la zona.

—No inventes. Has estado cientos de veces en ese bosque, así que no te hagas la lista. Busca en el claro, cerca de los árboles talados. Pero vuelve rápido.

La joven suspiró. Tal vez ese paseo le vendría bien. Tal vez así podría espantar los pensamientos obsesivos sobre el rey. Tomó el libro y arrancó la página con el dibujo de la flor. Robert se llevó las manos a la cabeza.

—¿Qué has hecho? ¡Eso es un sacrilegio! ¡Jamás debes arrancar páginas de un libro!

—¿Y cómo se supone que iba a encontrar las flores? No tengo un smartphone para sacar una foto —los ojos de Robert se abrieron como platos. Evidentemente, no tenía idea de qué hablaba ella. Evelina dobló el papel y lo guardó en el bolsillo—. No se preocupe. Lo devolveré. Luego lo cose de nuevo.

Ayer se presentó mi última novela, una historia de amor con toques de humor, "¿Cómo deshacerse de una chica?". Pensó que era un rollo de una noche, pero la chica resultó ser la hija de su jefe. ¡Les invito a leerla! Será interesante, imprevisible y, a veces, divertido.
¡Con amor, Kristina Asetska!




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