El secreto de la sirvienta

45

Evelina tomó la bolsa vacía y salió de la sala. Aunque dudaba que fuera a encontrar las flores indicadas, una caminata por el bosque no le vendría nada mal. Salió por la puerta de servicio hacia el patio. El viento frío le agitaba los pliegues del vestido, y el cielo, cubierto de nubes oscuras, prometía tormenta. Esperaba regresar antes de que cayera la lluvia. Pasó junto al tonel de agua y avanzó decidida. El bosque se alzaba a lo lejos, pero para llegar hasta él debía cruzar un amplio campo cubierto de hierba.

—¡Evelina! —La joven se giró de inmediato y sonrió. Frente a ella estaba Lora. Solo Elízar y esa niña la llamaban por su verdadero nombre.

—¡Hola, Lora! —Evelina se inclinó y le dio un beso en la mejilla—. ¿Cómo estás?

—Todo bien. Aquí no falta comida, y mamá dice que aunque hay mucho trabajo, puede con todo. ¿Y tú adónde vas? —la niña colocó las manos en la cintura y entrecerró los ojos con sospecha—. ¿Estás huyendo otra vez?

—No, Robert me pidió que recogiera unas flores en el bosque. No recuerdo el nombre, pero aquí tengo el dibujo —Evelina sacó de su bolsillo el papel con la ilustración y se lo mostró—. ¿Las has visto antes?

—¡Claro! Aunque no hay muchas. ¿Puedo ir contigo? Tal vez encuentre algunas setas.

Evelina volvió a guardar el papel y sonrió. Tal vez la compañía alegre de Lora era justo lo que necesitaba para alejar pensamientos sombríos. Además, no conocía bien el bosque, y la niña había estado allí muchas veces. Asintió con la cabeza:

—Está bien, pero dile a tu madre que no se preocupe. No tardaremos.

Lora aplaudió entusiasmada y corrió de vuelta al palacio. Los ojos de Evelina se posaron en una gran ventana. A través del cristal distinguió a Milberga, que la observaba con altivez y una sonrisa amenazante en los labios. Aquella mujer irradiaba grandeza. Aún no era reina, pero ya se comportaba como tal. Evelina la imaginó al lado de Anvar y sintió una punzada de dolor en el pecho. Milberga no le convenía. Era arrogante, soberbia, incapaz de inspirar simpatía. Empezó a pensar que tal vez las sospechas de Cecilia eran ciertas, y que fue Milberga quien ordenó envenenar el agua con aconilita. Un escalofrío le recorrió la espalda.

Lora regresó sonriendo:

—Ya podemos ir. Mamá me dio permiso.

Al ritmo del alegre parloteo de la niña, Evelina se dirigió hacia el bosque. Las nubes grises cubrían la tierra, y el cielo opaco no invitaba precisamente a una caminata tranquila. Lora hablaba sin parar, de todo y de nada. Parecía incapaz de guardar silencio, pero esa verborrea ayudó a Evelina a alejar los pensamientos sobre Anvar.

El bosque les dio la bienvenida con un frescor especial. El viento jugaba con las ramas, hacía crujir las hojas y tarareaba una melodía suave entre las copas. Evelina miraba al suelo, deseando encontrar pronto las flores.

—El claro está por allá —Lora señaló hacia una dirección desconocida para Evelina.

Se adentraban cada vez más, y la inquietud crecía en el corazón de la joven. Bajo aquel cielo encapotado, el bosque se volvía oscuro, hosco, amenazante. Por fin los árboles comenzaron a espaciarse y apareció ante ellas un claro lleno de troncos caídos. Los tocones estaban cubiertos de musgo y enredados de zarzas. Entre esos arbustos, Evelina vio las flores que buscaban. Frágiles, pequeñas, inclinaban la cabeza como si intentaran protegerse del viento cada vez más violento. En el cielo resonó un trueno.

—Recojamos las flores rápido y volvamos al palacio —Evelina no quería mojarse bajo la tormenta.

Un crujido de rama llamó su atención. Al girar la cabeza, se quedó paralizada. Un lobo se acercaba. De su hocico goteaba sangre, y sus ojos salvajes la observaban con amenaza. Gruñó, y otros dos lobos se unieron a él. Evelina notó a lo lejos pedazos de carne dispersos, apenas reconocibles. El miedo le zumbaba en los oídos como martillo. Todo su ser le pedía huir, pero su cuerpo estaba paralizado. La voz de Lora la sacó del trance:

—¡Evelina, corre!

La joven reaccionó y salió disparada tras la niña. Correr de los lobos era un acto de locura; las bestias los alcanzarían con facilidad. El corazón se le salía del pecho, la adrenalina hervía en sus venas, y el aliento se le entrecortaba. Detrás se oían pasos y hojas crujir, cada vez más cerca.

Sintió un peso sobre la espalda, como lanzas afiladas clavándose en ella. La derribaron al suelo. Unas garras perforaron sus hombros, y unos colmillos le desgarraron el cuello. El dolor le quemaba hasta los huesos y gritó con todas sus fuerzas. Sentía el aliento del lobo sobre sí. El miedo se anidaba como una maraña en su pecho.

—¡Evelina! —la voz de Lora la devolvió al presente.

Sabía que, si no hacía algo, moriría. Se concentró en sus sensaciones y liberó la magia. De sus manos brotó un humo rojizo que envolvió todo su cuerpo. Ya no sentía al lobo sobre ella. Miró alrededor y vio cómo una lluvia de cenizas plateadas caía al suelo.

Se incorporó como pudo y se llevó la mano al cuello, por donde manaba sangre. Los otros dos lobos se detuvieron, mostrando los colmillos y arrugando el hocico con fiereza.

—¡No se acerquen! —gritó Evelina con fuerza, como si las bestias pudieran entenderla.




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