El secreto de la sirvienta

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El lobo se agazapó y se lanzó contra Evelina. La joven alzó la mano, de la cual se extendía una niebla sanguinolenta. El humo envolvió a la bestia y su cuerpo se deshizo en cenizas. Evelina echó a correr. Se sentía una asesina, aunque solo lo había hecho por defensa propia. Sus piernas tropezaban entre hojas y ramas; el dolor la atravesaba y cada paso costaba más. Escuchaba cómo otro lobo se acercaba por detrás, decidido a no rendirse. Corría con todas sus fuerzas, retrasando lo inevitable. No quería reducir a cenizas a otra criatura, pero no conocía otra forma de salvarse. Giró en seco y extendió la mano con determinación, retrocediendo paso a paso, sin perder de vista al depredador.

De pronto, el suelo desapareció bajo sus pies. Cayó hacia abajo y su espalda chocó con algo duro. A su alrededor se alzaban estacas de madera afiladas, apuntando al cielo como lanzas. Al observar el lugar, comprendió que había caído en una trampa de cazadores, oculta bajo ramas y hojas. Ahora, toda esa camuflaje caía junto con ella al fondo del pozo.

El lobo gruñó y se detuvo justo en el borde. Desde arriba la observaba con ojos hambrientos, resoplando y olfateando el aire. Entonces, sus ojos brillaron con emoción salvaje: había visto a Lora. Con sus últimas fuerzas, Evelina alzó la mano y liberó la niebla letal. La nube escarlata golpeó al animal con precisión, y en un instante, el lobo se disolvió en polvo. Evelina bajó el brazo, exhausta. El dolor se intensificaba, robándole la vida poco a poco.

El cielo gris comenzó a llorar. Las gotas de lluvia acariciaban su frente mientras ella yacía allí, mirando sin emoción las nubes. La voz de Lora le llegaba como un eco insistente:

—¡Evelina! —La niña se asomó al borde del foso y llevó las manos a la boca. Sus lágrimas caían como la lluvia, empapándole el rostro—. Voy a buscar ayuda. Solo resiste, por favor. ¡No te duermas!

Lora desapareció entre los árboles, y Evelina seguía tumbada, presionando su cuello herido. Comprendió con una mezcla de terror y resignación que morir por segunda vez no era tan espantoso. Pero no tenía intención de morir. Sobreviviría. Le demostraría a ese arrogante rey que incluso una simple sirvienta merece respeto.

Anvar... aquel nombre se anidaba en su mente como una obsesión. Tenía carisma, magnetismo, un encanto peligroso. Se enfadó consigo misma por pensar en él en un momento como ese. Cerró los ojos, recordando el calor que él había dejado en su cuerpo durante su entrenamiento.

Decidió intentarlo. Si había logrado sanar a otros, tal vez podría sanarse a sí misma. Se concentró. Sintió la magia recorrerle el cuerpo como fuego líquido, llenando cada célula. Se enfocó en sus heridas y liberó la energía. Un cosquilleo ligero, una oleada de calor la atravesó, y un humo verde se elevó en el aire.

Evelina suspiró con alivio. El dolor se desvaneció. La sangre se detuvo. Bajo sus dedos ya no quedaba rastro de la herida. Lo había logrado. Ahora solo debía encontrar cómo salir de aquella trampa.

Anvar observaba las gotas de lluvia deslizarse por el cristal de su ventana. Cada gota le recordaba los ojos de Ayne. Aquella condenada sirvienta no salía de su mente desde hacía horas. Ayer había huido otra vez. Apenas logró contenerse para no ir tras ella. Anhelaba verla.

Se acercó a la mesa y, en un arranque de frustración, hundió su cuchillo en una manzana verde. ¿Por qué se volvía loco por ella? Una simple sirvienta se le había colado bajo la piel. Sacó el cuchillo y lo acercó a su dedo. Un corte rápido. La sangre brotó.

Gruñó furioso y llamó al paje. La puerta se abrió, y un rostro pálido apareció en el umbral. Anvar ocultó el cuchillo y ordenó con frialdad:

—Ve a buscar a Ayne. Necesito que me sane.

Cada minuto se hacía eterno. La impaciencia lo devoraba. Quería verla, oír su voz. Sonrió amargamente. Se comportaba como un joven enamorado, y lo sabía. Se había herido a propósito para inventar una excusa. Cerró el puño. Él era el rey. Y sin embargo, al lado de esa muchacha, se sentía inseguro.

Por fin, se abrió la puerta. El mismo paje asomó la cabeza:

—Disculpadme, Majestad. Ayne no está. Robert la envió al bosque a recoger flores.

Anvar giró de golpe hacia la ventana. Afuera, la tormenta rugía: el cielo tronaba, los rayos iluminaban la tierra como cuchillas. Se la imaginó sola, empapada, perdida entre los árboles… La furia le abrasó el pecho.

Se levantó y salió sin decir palabra. Caminaba a grandes zancadas, con la cólera marcando cada paso. El paje corrió a abrirle la puerta del sanatorio. Dentro, Robert estaba sentado separando pétalos. Al ver al rey, se puso de pie y se inclinó con torpeza.

—¿Dónde está Ayne? —la voz de Anvar retumbó como un trueno.

Robert alzó la vista con temor:

—Fue al bosque… a buscar las flores que pidió Milberga…

La rabia dominó al rey. Sus ojos se nublaron de ira, y sin pensar, se abalanzó sobre el sanador. Lo agarró por el cuello del jubón, apretándolo como si quisiera estrangularlo.

—¿Cómo te atreviste a enviarla sola con este tiempo? ¿¡Qué clase de insensato eres!?




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