El secreto de la sirvienta

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—Perdón, Majestad... pero fue Ayne quien quiso ir —balbuceó Robert, con voz temblorosa y el miedo congelado en los ojos. Anvar, recobrando el control, soltó su ropa con gesto brusco. Frunció el ceño, mientras escuchaba las inútiles justificaciones del sanador—. Ella insistió en ir. Prometió regresar antes de que lloviera. No se preocupe, conoce bien el bosque. Estoy seguro de que sabrá dónde refugiarse si cae la tormenta.

Un trueno rugió detrás de los cristales. En el umbral apareció Lora, jadeando, empapada hasta los huesos. Su ropa chorreaba agua, y el cabello deshecho le cubría medio rostro.

—¡Es Ayne! Está en el bosque. ¡Nos atacaron los lobos! Cayó en una trampa de cazadores... está herida. ¡Por favor, Majestad, hay que salvarla!

La niña lloraba, sus palabras eran atropelladas, pero lo que dijo bastó para que el corazón de Anvar se encendiera en llamas. Ayne estaba en peligro. La sola idea le oprimió el pecho como un puño ardiente.

—¿Dónde está?
—Cerca del claro, donde está el talado. Estábamos buscando vaprinia.

Eso fue suficiente. Anvar sabía de qué trampa se trataba. Solo había una en esa zona. El hecho de que su muchacha estuviera ahí, sola, herida, empapada de sangre bajo la lluvia, lo despojaba de todo razonamiento. Salió con paso firme rumbo a los establos.

Al ver que su caballo aún no estaba ensillado, lanzó una mirada fulminante al mozo:

—¡Ponle la montura, ya mismo! —Luego se dirigió a los guardias—. Vosotros venís conmigo.

En cuanto el caballo estuvo listo, Anvar montó y partió al galope. La lluvia azotaba con gotas frías que le calaban la ropa, los truenos estallaban sobre su cabeza y los relámpagos iluminaban el cielo como cuchillas. Espoleó al animal con furia, deseando fundirse con el viento, llegar cuanto antes a su Ayne. Ella... herida, asustada, temblando... necesitaba protección, abrigo, seguridad.

Al fin llegó al claro. Bajó de un salto y corrió hacia la trampa. Al mirar dentro, se quedó paralizado. Ayne estaba allí, encogida, con los brazos cruzados sobre el pecho. La lluvia le empapaba el cabello oscuro, la piel, la ropa manchada de sangre. Lo miró con esperanza, con un leve brillo en la mirada.

—¡Ayne! ¿Estás bien? ¿Estás herida? —preguntó con una ansiedad contenida.

—Lo estuve... pero logré curarme —respondió ella con serenidad.

Anvar soltó un suspiro de alivio. Se giró hacia uno de sus hombres:

—Oliver, ¿puedes sacarla de ahí?

—Sí, Majestad —el guardia se acercó al borde de la fosa y extendió las manos—. No temas, Ayne. Te levantaré.

Ella asintió con duda. Bastó ese gesto. Oliver movió los brazos y el cuerpo de la joven se elevó en el aire, flotando hasta depositarse suavemente frente al rey.

—¿Pero cómo...? —murmuró ella, impresionada.

—Telequinesis —dijo Oliver, encogiéndose de hombros como si hablara del clima.

Anvar no esperó más. La atrajo a sus brazos y la estrechó con fuerza:

—Ya está... todo ha pasado —murmuró, mirándola con ansia—. ¿Estás segura de que no te duele nada?

—No, Majestad, no se preocupe —respondió, subrayando su título con cierta ironía—. He logrado sanarme.

—Tienes un don precioso. Vamos al palacio.

El rey se quitó la casaca y la echó sobre sus frágiles hombros. Ayne hundió las manos en las mangas largas y se envolvió bien. Anvar la ayudó a montar y subió detrás de ella. La atrajo contra su pecho, como si su calor pudiera protegerla del mundo entero. Ella no se resistió. Le agarró la mano y se recostó en su torso. La lluvia amainaba. El caballo galopaba sin prisa; Anvar no quería arriesgarse a que ella se cayera. Para calentarla, pasó la mano en el aire, que se encendió con llamas suaves.

—No tengas miedo. Solo quiero darte calor.

Sin tocarla, movió la mano alrededor de la casaca y se detuvo frente a su pecho. El fuego danzaba en su palma como una flor escarlata. Con la otra mano, la sujetó con más fuerza. Ayne suspiró, cubrió su mano con la suya. Anvar sonrió y hundió el rostro en sus trenzas que olían a flores.

Ayne vio el castillo en el horizonte y apretó los labios. No quería volver. El calor de Anvar la embriagaba, despertaba deseos prohibidos. Nunca un hombre le había provocado tanto. Aunque tenía frío, deseaba que el viaje no terminara. Se sentía flotar en sus brazos. Se aferró a su mano ardiente. Sintió un beso breve en la sien.

—Nunca más vayas al bosque. Te lo prohíbo. Si no fuera por esa niña, aún estaríamos buscándote.

Anvar lo dijo como si realmente le importara lo que le pasara a una sirvienta. Evelina se corrigió mentalmente: no a una sirvienta, sino a una sanadora con un don único. Por eso la trataba con ternura, no porque sintiera algo especial. Giró la cabeza y se encontró con los ojos oscuros del rey, colmados de dulzura.

—Fue Robert quien me mandó, y ni siquiera llegué a recoger las flores.

—Olvídate de esas malditas flores. Debes aprender sanación. Usar tu don correctamente. Hablaré con los sanadores. Desde ahora obedecerás solo a Tobias.

Ayne volvió a mirar al frente. Sus sospechas se confirmaban: él solo se interesaba en su magia. Otra vez, la figura de Milberga apareció tras una ventana. La noble frunció el ceño, lanzándole una mirada de odio.

Anvar desmontó y ayudó a Ayne a bajar. Uno de los guardias se acercó al rey:

—Majestad, encontramos carne cruda cerca de la trampa. Alguien atrajo a los lobos allí.




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