—Estos cazadores ya se han pasado de la raya —dijo el rey, rompiendo toda etiqueta al tomar la mano de la joven con una suavidad que desarmaba—. Ven, necesitas entrar en calor.
Evelina caminaba dócilmente a su lado, esperando que, en efecto, todo fuera obra de cazadores y no de Milberga. Prefirió no compartir sus sospechas y se sumió en sus pensamientos. Cuando reaccionó, ya estaban frente a los aposentos reales.
—Tráeme un poco de té caliente —ordenó Anvar al paje con su tono firme de siempre.
Evelina entró en la habitación con pasos cautelosos y se detuvo junto a la puerta, sin atreverse a avanzar más. Las gotas de agua brillaban sobre la piel bronceada del hombre, su cabello húmedo caía sobre la frente y sus ojos oscuros chispeaban con un fulgor hipnótico. Evelina apartó la mirada como pudo, se quitó la casaca del rey y murmuró:
—La colgaré detrás del biombo. Gracias por tu... atención.
Mientras extendía la prenda tras el biombo, sintió su mirada fija sobre ella. Entonces, Anvar tomó una manta del lecho y la cubrió con ella, dejando sus manos sobre los hombros de Evelina. Le susurró al oído con voz ronca:
—Necesitas calentarte, podrías enfermarte.
Su voz era un fuego que le recorría la espalda. Como si no notara el temblor en su cuerpo, Anvar comenzó a trazar una senda de besos breves desde la sien hasta la mejilla, acercándose peligrosamente a sus labios. Evelina cerró los ojos, respiró hondo y dijo con voz ahogada:
—Será mejor que vaya a cambiarme.
Pero él no se detuvo. Sus manos, bajo la manta, comenzaron a desatar el cordón de su vestido. Evelina reaccionó con un respingo justo cuando se oyó un golpe en la puerta. Anvar se apartó al instante:
—Adelante.
Meizi entró con una bandeja entre las manos. Lanzó una mirada nerviosa a Evelina, y luego, recomponiéndose, dejó sobre la mesa una tetera de porcelana decorada con delicados motivos azulados.
—¿Por qué solo una taza? —gruñó Anvar.
—Lo siento, Majestad. No me dijeron que debía traer dos.
—Puedes retirarte.
Meizi desapareció a toda prisa. Evelina también deseaba salir corriendo, mientras aún tenía fuerzas para resistirse a sus propios impulsos. Pero la actitud de Anvar indicaba que no sería tan sencillo. Se acercó a la mesa, sirvió el té en una sola taza y se la tendió:
—Toma. Espero que no te resfríes.
Evelina agarró la taza con recelo. Sus dedos rozaron los de él, y él no soltó la taza de inmediato. Permaneció así, observando intensamente sus labios. Evelina sintió que ese contacto invisible la rozaba como un beso. Tembló, apartó las manos bruscamente y casi derramó el té. Dio un sorbo. El líquido ardía, pero no tanto como la mirada del rey. Bajó la vista:
—Gracias por el té, pero creo que es hora de irme.
—¿Huyes? —Anvar sonrió como un depredador. Evelina apretó los labios. Sí, huía. Huía de sus pensamientos, de su deseo de besarlo, abrazarlo, de perderse en las caricias de alguien que nunca podría ser suyo.
—¿No te gustó?
Le arrebató la taza y bebió de ella, mirándola fijamente. Lo hizo con tal calma que pareció no sentir el calor del líquido. Evelina sintió que se hundía en el abismo de sus ojos oscuros. Sacudió la cabeza:
—Sí me gustó, pero está demasiado caliente. Debo cambiarme. Gracias por salvarme.
Dejó caer la manta al suelo y se apresuró hacia la salida. Incluso mientras se cambiaba de ropa en su habitación, seguía sintiendo esa mirada clavada en su piel. Se dijo que aquello no podía seguir así. Debía romper el hechizo. Ató el cordón de su vestido justo cuando la puerta se abrió de golpe.
Era Elizar.
—¿Estás bien? Acabo de enterarme —dijo, abrazándola con fuerza. Evelina se soltó de sus brazos fríos y arregló su vestido.
—Estoy bien. Me rescataron a tiempo.
Elizar frunció el ceño, claramente molesto por la mención de su hermano. Se alisó el chaleco y dijo:
—Lamento que tengas que obedecer las órdenes de otros. Pero cuando estemos en nuestra propia casa, tendrás tus sirvientes y nadie podrá darte órdenes.
—Claro —asintió Evelina, sin ganas de discutir—. Estoy cansada. Esta aventura me ha dejado agotada. ¿Te importaría si descanso un poco?
—Descansa —dijo Elizar, acercándose para besarle la mejilla.
Ese beso no tenía nada que ver con los de Anvar. Se sintió frío, ajeno, forzado. Evelina giró la cara. Elizar suspiró.
—Te acostumbrarás a mí... con el tiempo.
Y se marchó.
Editado: 13.08.2025