El secreto de la sirvienta

50

La chica abrió de golpe la puerta y sintió de inmediato las miradas de los comandantes y de Anvar posarse sobre ella. Él, inclinado sobre un gran mapa extendido sobre la mesa, levantó las cejas, mirándola con interrogación. Semejante atención la desconcertó por un instante. Tardó en juntar las palabras y luego se inclinó en una reverencia:

—Con su permiso, Su Majestad, deseo hablar con usted.

—Estoy en una reunión. Vuelve más tarde —dijo Anvar sin apartar la vista del mapa, como si su interés se hubiera desvanecido de pronto.

Evelina no se rindió.

—Es importante. He venido a anunciar que iré con ustedes a la campaña.

—Ese no es tu lugar —respondió el rey, tajante, sin siquiera mirarla. Aquella indiferencia solo alimentó la determinación de la joven.

—Al contrario, creo que sí lo es. Sé sanar. Piense cuántas vidas se perderán sin mi ayuda.

—No controlas tu magia. He dicho lo que tenía que decir. El tema está cerrado —Anvar continuó estudiando el mapa, como si observara en él algo de vida o muerte.

—Sí la controlo. Y muy bien —mintió con aplomo—. Hoy sané a Titus. Cada día entiendo mejor mis habilidades. A menos que usted sospeche de mí. ¿Es por eso que me prohíbe ir?

Por fin logró captar plenamente su atención. Anvar alzó la vista y la contempló en silencio. Examinó cada trazo de su rostro, recorrió con la mirada su delgada figura y, al detenerse en sus labios, volvió de golpe al mapa.

—No tengo por qué explicar mis decisiones. Te quedas. Es todo. Vuelve a tus deberes.

—¡Esto es un escándalo! —exclamó uno de los comandantes, indignado—. ¡Alguien saque a esta insolente de aquí! ¿Cómo se atreve a discutir con el rey?

Una mano firme apretó el brazo de Evelina. No opuso resistencia. Salió obediente de la sala, sin prestar atención al regaño del guardia. Caminó directo a sus aposentos con el corazón hecho un nudo. Las palabras de Anvar fueron frías, indiferentes. Él había dejado claro lo que en verdad pensaba de ella. No podía quedarse cruzada de brazos mientras tantos necesitaban ayuda. Y si algo llegaba a sucederle a él… No, no podía soportar esa incertidumbre. Tenía que saber que estaba bien.

Corrió hacia la enfermería con un solo objetivo: engañar a Titus. Al llegar, se detuvo en la entrada. Sobre un banco de madera, un soldado se encorvaba por el dolor. Su armadura yacía en el suelo. Evelina notó cómo la sangre brotaba de una herida bajo sus costillas. Se adelantó rápidamente, dando una palmada alarmada.

—¡Dioses! ¿Qué ha pasado?

—No grites —gruñó Titus mientras lavaba la herida con un trapo húmedo—. Una flecha. Viene desde Gnesiak con un agujero en el vientre.

—Déjeme intentarlo —dijo Evelina, extendiendo las manos.

Titus apartó el trapo. Ella trató de concentrarse, de invocar la magia. Pero no apareció niebla alguna. Buscó dentro de sí la chispa, la emoción que encendía su poder. Para quitar la vida, necesitaba rabia. Para sanar… necesitaba amor.

Anvar.

El miedo de perderlo encendió su magia. En sus dedos surgió una bruma verde que envolvió la herida. En segundos, el daño desapareció. El joven soldado sacudió la cabeza, asombrado.

—¡Increíble! Nunca vi algo así. Solo había escuchado historias sobre los verdaderos sanadores.

—Una razón más para que vaya a la campaña —dijo Evelina, erguida con orgullo.

Titus tiró el trapo sobre la armadura.

—Eso no prueba nada. Es tu segunda sanación hoy. ¿Te sientes débil? ¿Mareos, náuseas?

—No. Me siento bien.

—Digamos que tuviste suerte —se incorporó con un suspiro—. Ahora ve a descansar y deja de jugar a la gran sanadora. En la guerra corre sangre por ríos. No tienes idea de los horrores que allí te esperan.

Evelina comprendió que Titus no desobedecería al rey. Bajó la vista, enfadada, y reparó en la armadura. Entonces, una idea temeraria cruzó su mente.

—¿Cuándo parten?

—Al amanecer. Anvar no quiere perder tiempo.

—Bien. Llevaré la armadura a lavar. Que al menos vaya limpia —agarró el peto y salió con rapidez.

Y sí, fue a la lavandería… pero no con la intención de limpiar por bondad. Frotó cada pieza hasta dejarla reluciente. Luego, tomó unos pantalones y una camisa de hombre, aún húmedos, colgados en una cuerda. Pasó el resto del día adaptando las prendas a su cuerpo. Iría a esa maldita guerra. Y si llegaba el momento, salvaría al rey.

Tras la cena, desde la ventana de su cuarto, observó la agitación junto a los establos. Criados corrían, llenaban los carros, preparaban provisiones. Todo indicaba que la partida era inminente.

La puerta crujió detrás de ella. Evelina se giró, ilusionada, esperando ver a Anvar. Pero la desilusión la envolvió como hielo. Claro… ¿por qué el rey vendría a sus humildes aposentos?

Era Elizar. Se acercó con descaro y la atrajo hacia sí.

—¡Cuánto te he extrañado, pajarita! ¿Ya sabes que me voy a la guerra?




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