El secreto de la sirvienta

51

Sus manos parecían haberse congelado en su cintura, como si estuvieran hechas de escarcha. Evelina decidió que esa era su oportunidad para conseguir un lugar legítimo en la expedición. Deseaba liberarse de ese abrazo que la ataba como cuerdas tensas, pero se obligó a sonreír ampliamente:

—Lo sé. Quería ir contigo, pero Anvar no me lo permitió.

—He oído algo —Elizar frunció el ceño—. No deberías haber ido a verlo. Una dama no tiene lugar en el campo de batalla.

—Yo no iba a luchar. Solo me quedaría en una tienda, sanando a los heridos.

—Tienes una visión muy ingenua de lo que es la guerra.

—Tal vez, pero así podría estar contigo —dijo Evelina, posando la mano sobre su pecho y jugando con sus dedos sobre la tela blanca de su camisa—. No tendríamos que soportar tantos días separados. Además, sería más fácil arrebatarle el poder al rey. Nadie sospecharía en el campo de batalla.

Los ojos de Elizar brillaron con un destello voraz. Evelina supo que había dado justo en el blanco. Su mano descendió con descaro y le apretó las nalgas con descarada impudicia:

—¡Mi pajarita! No quiero despedirme de ti. ¿Por qué no hacemos de esta noche algo especial?

El hombre se inclinó para besarla. Evelina no deseaba ese beso; todo en su interior se rebelaba contra él. Como si el destino acudiera en su ayuda, la puerta crujió. Evelina giró el rostro y vio a Anvar. El fuego la recorrió como un rayo.

Él se quedó en el umbral, inmóvil, con las cejas fruncidas y la mirada clavada en ellos como un juicio. Evelina reaccionó primero. Se apartó de los brazos indeseados y dio un paso al costado.

—¡Su Majestad! Qué sorpresa tan inesperada...

Anvar frunció más el ceño y entró en la habitación. Observó los muebles como un dueño inspeccionando su propiedad, hasta detenerse junto a la ventana.

—Vine a ver cómo progresabas en tu entrenamiento como sanadora. No esperaba encontrarte complaciendo los instintos más bajos de mi hermano.

La miraba con reproche, con juicio… y con dolor. Ese dolor se reflejaba en sus ojos oscuros y quemaba como brasas en el corazón de Evelina. No quería que pensara que era la amante de Elizar. Este, como si quisiera intensificar la escena, se frotó las manos:

—Ya sabes que Ayne es especial para mí. Estoy considerando convertirla en mi favorita oficial.

El rostro de Anvar se tensó. A Evelina no le gustaba nada esa propuesta, y las palabras de Elizar le sonaron repulsivas. Frunció el ceño:

—Lo dijiste como si me estuvieras pidiendo matrimonio. Gracias, pero no necesito títulos tan “honorables”.

—¡Ay, mi espinita! —Elizar parecía disfrutar cada instante de su actuación. Tomó sus dedos con frialdad—. Ya cambiarás de opinión. Me queda toda una noche para convencerte.

Sus palabras eran cada vez más descaradas. Evelina sabía que todo esto era una representación para un solo espectador. Anvar no apartaba la mirada. Podía sentir cómo rechinaban sus dientes.

—Te aconsejo que duermas bien antes de la partida.

—Claro. Siempre duermo bien en los brazos de Ayne —Elizar agitaba la bandera roja frente al toro enfurecido.

Evelina decidió acabar con esa farsa. Retiró sus dedos de su helada presa y se arregló el cabello.

—No se preocupe, Su Majestad. Elizar ya se va.

—No pienso irme. Aún no hemos terminado de hablar —dijo él con una sonrisa descarada, disfrutando del espectáculo.

Anvar lo fulminó con la mirada:

—Te vas, Elizar. Primero hablarás conmigo, y luego podrás volver con Ayne… si todavía lo deseas.

—Volveré sin falta con mi pajarita. Esta es nuestra última noche.

El rey se dio la vuelta y se dirigió a la puerta. Evelina no quería que se fuera. Había ido allí por algo. Tal vez había cambiado de opinión. Lo tomó del brazo, obligándolo a detenerse:

—¡Su Majestad!

Él la miró con desprecio, con asco, como si su simple contacto lo ofendiera. Evelina retiró la mano con rapidez.

—Le ruego que me permita ir a la campaña. Puedo sanar a los heridos.

—Algo me dice que no vas a sanar, sino a calentar la tienda de mi hermano. Ese servicio no será necesario en el frente —dicho esto, Anvar salió de la habitación.

Elizar lo siguió, y Evelina se quedó sola. Se sintió como si acabara de recibir una bofetada invisible. Apretó los labios. No importaba. Aún demostraría su valor.

Cerró la puerta con el cerrojo, se cambió de ropa y apagó las velas. Días difíciles se avecinaban, y necesitaba al menos un poco de descanso.




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