El secreto de la sirvienta

53

El guardia salió y Evelina se quedó sola, cara a cara con un depredador furioso. La joven alzó la vista hacia los ojos oscuros y guardó silencio. Sentía una atracción invisible hacia ese hombre, deseaba esconderse entre sus brazos y olvidar el mundo… pero él no parecía tener intención de abrazarla. Con gesto cansado, Anvar se pasó los dedos por los ojos:

—No te entiendo. ¿Por qué estás con Elizar? ¿Te obligó a ponerte toda esa armadura solo para que pudieras cumplir sus caprichos por las noches? Ese honorable duque ni siquiera se molestó en pensar lo difícil que sería para una chica tan frágil caminar con ese peso bajo el sol ardiente. Él cabalga cómodamente mientras tú caminas detrás. ¿Por qué lo soportas?

Las suposiciones de Anvar la dejaron sin aliento. Jamás habría imaginado que el rey interpretaría su presencia en el campamento de ese modo.

—Elizar no tiene nada que ver. Ni siquiera sabe que estoy aquí. Solo quería ayudar, curar a los heridos.

—Ayne, no tienes idea de lo que es el campo de batalla. Ríos de sangre, espadas chocando y magia… mucha magia. Sus hechiceros de guerra son hábiles. Podrías salir herida incluso en la retaguardia.

El rey se giró, dándole la espalda como si no soportara verla. Esa actitud la destrozaba lentamente. Evelina se sentía atraída por él como una polilla por la luz, pero él, como el fuego, la consumía viva.

—Mañana volverás al palacio. Te asignaré escolta y un caballo.

—No voy a volver —dijo ella con firmeza.

Anvar se volteó bruscamente, lanzándole una mirada fulminante. Pero Evelina no se achicaba:

—No puedo quedarme en el palacio sobre cojines mientras aquí muere gente. Me volvería loca pensando si tú estás bien, si no estás herido, si puedes respirar. ¿Y tú quieres encerrarme y aislarme del mundo? ¿Todavía crees que soy una espía? ¿Tienes miedo de que intente matarte?

Sus emociones desbordadas la hicieron alzar la voz sin darse cuenta. Anvar respondió con igual intensidad, rugiendo:

—¡No digas eso! —dio un par de pasos y en un segundo estuvo frente a ella. Su mirada taladraba la suya, haciendo que las mejillas le ardieran—. Lo único que realmente temo… es que mueras. No quería que vinieras a esta maldita guerra porque me importas. ¡No me eres indiferente!

Esa confesión la dejó atónita. Antes de que pudiera reaccionar, él atrapó su rostro entre sus manos y la besó. Un beso hambriento, apasionado, urgente. Como si temiera que ella escapara. Pero Evelina no huía. Al contrario, se entregó al beso, lo abrazó por la espalda y se apretó contra su pecho.

El beso se hizo más profundo, más exigente. Las manos de Anvar descendieron hasta su cintura, y aun a través de la armadura, su calor la incendiaba. El tiempo se desvaneció, ambos atrapados en su propio universo, alejados de todo.

Anvar fue el primero en recuperar el aliento. Se separó con dificultad, respirando con fuerza. Evelina, insatisfecha, lo besó suavemente en la mejilla áspera:

—No te enojes conmigo…

—No me obedeces, ignoras mis órdenes y me faltas al respeto —susurró él, besando la punta de sus dedos.

Evelina frunció el ceño:

—Tú no consideras lo que yo deseo. No puedo quedarme mientras tú corres peligro.

—Soy un mago poderoso, puedo defenderme —dijo él, soltando su mano y rodeando su cintura para atraerla de nuevo—. Pero tú… te diriges con demasiada confianza a tu rey.

Ella ni se había dado cuenta de cuándo, en medio del enfado, había comenzado a tutearlo. Una sola palabra suya la devolvió a la realidad: ella era solo una sirvienta, él el rey de todo un reino. Las chispas en sus ojos se apagaron. Retiró las manos de su espalda y bajó la cabeza:

—Perdón… Su Majestad.

—Me gusta. Puedes seguir hablándome de tú —murmuró él mientras depositaba una fila de besos tiernos y sensuales desde su mejilla hasta los labios entreabiertos de ella. Evelina se quedó inmóvil, incapaz de resistirse.

—Solo no se lo digas a nadie. Que te permito tanta confianza.

La besó con intensidad renovada. En ese instante, ella no quería pensar en consecuencias. Junto a él, el mundo desaparecía, la realidad se desdibujaba, y solo quedaba el calor de su cercanía. Cuando se separó de sus labios, le susurró al oído:

—Quítate esa maldita armadura.




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