El secreto de la sirvienta

55

— Me gustaste —dijo el duque con una sonrisa burlona.

Fue evidente al instante que mentía. El rey negó con la cabeza.

— No es cierto. Tienes otro interés.

— Tal vez —respondió Vincent, sin intención alguna de revelar el secreto.

Anvar se levantó con firmeza y ordenó con voz autoritaria:

— No liberen a los prisioneros. Escribe una carta y envía un mensajero. Propón intercambiar al respetado duque por nuestros hombres. Añade también la condición de que se retiren de Henisk. Me gustó esa parte. Cuando esté lista, tráela para que la firme.

— Elvira no aceptará —replicó Vincent, pero fue completamente ignorado.

Los prisioneros fueron escoltados fuera de la tienda. Anvar se acercó a la joven, la abrazó con fuerza y le besó la mejilla.

— Estás temblando. ¿Tienes frío?

— ¿Por qué no aceptaste su propuesta? —preguntó Evelina como si no lo hubiera oído, enfocándose en lo que realmente le inquietaba.

— No puedo renunciar a ti por voluntad propia —dijo el rey. Sus palabras la quemaron por dentro.

— ¿Tienes alguna idea de por qué me quieren?

— No. Es la primera vez que los veo... al menos, que recuerde —susurró Evelina. Suponía que quizás Ayne, cuyo cuerpo ahora habitaba, sí tuvo algún trato con esos hombres. Conociendo la oscuridad que habitaba en su interior, no descartaba nada.

Suspiró profundamente y, tras reunir coraje, decidió confesar algo que había guardado demasiado tiempo. Solo esperaba que Anvar no la ejecutara por ello.

— Necesito contarte algo...

Anvar frunció el ceño, se tensó, y apretó más fuerte su cintura. Evelina apenas podía respirar. La ansiedad le oprimía el pecho, dificultando el habla. Pero se armó de valor e inició aquella difícil conversación:

— En realidad, yo no...

— ¡Ayne, mi pajarito! —irrumpió sin ceremonias Elizar en la tienda. Era lo último que Evelina deseaba.

El hombre lanzó una mirada furiosa a las manos entrelazadas de los amantes, pero fingió no haberlo visto. Abrió los brazos con entusiasmo.

— ¡Te extrañé tanto! Ven, déjame abrazarte.

— ¡Nunca! —gruñó Anvar como un fiero depredador y colocó su cuerpo entre Evelina y su hermano—. Nunca más te atrevas a acercarte a ella. Ya no es tuya. Olvídate de Ayne.

Elizar se detuvo a escasos pasos.

— ¿Qué estás diciendo? ¿Qué te pasa?

— Ayne es mía ahora.

— ¿Desde cuándo te llevas a mis mujeres? Te dije que ella era especial para mí. No es solo una concubina, ¡y no te la voy a entregar! —Elizar extendió la mano hacia Evelina—. Vamos, pajarito, no tengas miedo. Anvar no te hará daño. No se lo permitiré.

— ¿No se lo permitirás? —Anvar rugió como un león encolerizado—. ¡Deja de insinuar que debo protegerla de mí! Jamás le haría daño.

— Eso lo dices ahora. Pero en cuanto te aburras de ella, la desecharás como basura. ¿O ya olvidaste que tienes prometidas?

"Prometidas". La palabra se clavó como una daga en el corazón de Evelina.

Elizar acababa de decir en voz alta lo que ella se negaba a admitir. Deseaba escuchar una negación de parte de Anvar, pero él solo fulminó con la mirada a su hermano y dio un paso hacia él.

— No tengo que darte explicaciones. Nuestra relación con Ayne no es de tu incumbencia. Y más te vale no volver a mirarla.

— No te corresponde decidir eso. ¡No puedes robarme a mi chica! ¿Crees que por ser el mayor, por haber nacido primero y convertido en rey, tienes derecho a quitarme el amor de mi vida? ¡Pues no lo tienes! Ayne es mía. La vi primero, y tú solo te interesaste en ella cuando supiste lo que yo sentía.

Elizar parecía destrozar intencionadamente el alma de Evelina. Todo parecía parte de una estrategia bien calculada de Anvar para molestar a su hermano. Como si todo su afecto fuera fingido. Evelina ya no entendía nada. Se cubrió el rostro con las manos, luego las bajó con decisión.

— ¡Basta! —gritó con voz firme—. Hablan como si yo no estuviera aquí. Ninguno de los dos me ha preguntado qué quiero yo. No pertenezco a ninguno. Se llenan la boca con frases grandilocuentes, pero ninguno está dispuesto a reconocerme públicamente ni a casarse conmigo. No seré concubina de nadie. Así que terminen esta absurda discusión.

— Usted, Su Majestad, cásese con una de sus prometidas.

— Y usted, señor duque, estoy segura de que encontrará una dama noble adecuada para usted.

Evelina se giró con paso firme y se dirigió hacia la salida de la tienda. El dolor y la decepción se aferraban a su pecho. Cuando estaba por marcharse, la voz de Anvar la alcanzó:

— ¡No te vayas! ¡Aún no hemos terminado!

Pero ella no se detuvo. Siguió caminando como si no hubiera escuchado nada. Huyó de ambos hombres.

Se sentía como una marioneta en manos de hábiles titiriteros, una simple moneda de cambio entre dos hermanos. Al menos con Elizar, sabía lo que él quería de ella. Pero las verdaderas intenciones de Anvar seguían siendo un misterio.

Quería desaparecer, esconderse del mundo, tejer un capullo a su alrededor. Sus pies la llevaron lejos del campamento. Corría sin dirección, como si el simple acto de correr pudiera arrancarle el dolor que ardía en su interior. Se sentía sola. Derrotada.

Y aunque podía sanar a los demás, no había forma de curar su propio corazón.

Frente a ella se extendía un ancho río. Evelina se detuvo y se sentó en la orilla. Se abrazó a sí misma y observó la superficie serena del agua. El sol hacía rato que se había ocultado, y el crepúsculo fue cediendo paso a la noche. El frío comenzó a calarse en los huesos, pero no deseaba regresar.

La tristeza la invadía por completo. No sabía qué hacer.

El sueño la venció poco a poco. Incluso mientras dormía, sentía el cosquilleo helado del frío en la piel. Se acurrucó como pudo y durmió a la orilla del río.

En medio del sueño, sintió algo cálido envolverla. Se sintió segura, como en un nido, y su mente la llevó a un recuerdo del pasado: era una joven estudiante que llegaba tarde a clase. En aquel entonces, eso parecía el mayor problema del mundo.




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