El secreto de la sirvienta

56

— ¿Qué haces aquí? —Evelina no ocultó su sorpresa.

— No es una manera muy hospitalaria de tratar a quien te salvó del frío.

— Yo no te lo pedí, —la joven alzó el mentón con orgullo e intentó parecer majestuosa. Anvar se sentó a su lado y acomodó la manta.

— No podía dejar que te congelaras. Pensé en ofrecerte mi tienda, pero dormías tan dulcemente que no me atrevi a despertarte.

— ¿Pasaste toda la noche conmigo?

— No toda, por desgracia. Cuando te encontré, ya estabas dormida. He reflexionado sobre lo que dijiste y estoy dispuesto a escuchar lo que tú deseas.

— Sinceridad.

— Bien. ¿Qué quieres saber? —respondíó con demasiada rapidez, lo que despertó las sospechas de Evelina.

— ¿Por qué te intereso? ¿Sólo para no dejarme a Elizar?

El rostro de Anvar se ensombreció. No respondió de inmediato y, con cada segundo de silencio, el corazón de Evelina latía con más fuerza. Temía oír lo que ya sospechaba. No se hacía ilusiones sobre un amor de su parte, pero necesitaba la verdad. Anvar la rodeó con un brazo y Evelina no tuvo fuerzas para resistirse. En sus brazos se sentía débil, indefensa, vulnerable.

— No digas eso. Nunca me importó la vida amorosa de Elizar. Se trata de ti. Me atraes... y cada día me arrastras más hacia el abismo. Ayer dijiste algo muy cierto: ninguno de nosotros, por más que lo desee, puede casarse contigo. Vamos a la guerra, no sé si despertaré mañana, pero hay algo que sí sé: quiero despertarme contigo.

El hombre se inclinó buscando sus labios, pero Evelina puso los dedos sobre ellos, deteniéndolo.

— ¿Vives bajo el lema de "vivamos el día y no pensemos en el futuro"? ¿De verdad crees que, después de estos besos, podré ver cómo te casas con otra? Te lo diré claro: no podré. Porque significas algo para mí. Es mejor que me olvides y no hieras aún más mi corazón. Ya me las arreglaré con mis sentimientos. No te preocupes por eso.

Evelina se levantó de un salto y se alejó. A sus espaldas, escuchó su voz:

— ¡Ayne, espera!

La joven apretó los labios y aceleró el paso. Ni siquiera sabía su verdadero nombre. Le atraía sólo la apariencia de aquella a quien reemplazaba. Se ocultó entre los árboles, esperando que él no la siguiera. Pasó cerca de una hora vagando por el bosque. Aunque le doliera admitirlo, se había perdido. Huía de él, de sí misma y de sus sentimientos, y acabó extraviándose. No sabía cómo regresar al campamento.

Delante apareció un claro lleno de flores amarillas brillantes. Sus grandes pétalos y largos estambres rojos atrapaban la mirada. Evelina se adentró en el centro del claro y se detuvo. No pudo evitarlo: se inclinó, tocó un capullo y aspiró su aroma. Unas motas rojas se depositaron sobre su piel. La fragancia embriagadora nublaba su mente y alteraba su conciencia. El suelo pareció tambalearse bajo sus pies; se sentía flotar sobre una nube dorada. Una risa brotó de su pecho. De pronto, todo era divertido, alegre. Queriía saltar y bailar. Dando vueltas sobre sí misma, seguía riendo sin parar.

— ¡Ayne, aléjate del claro ahora mismo! —la voz severa de Anvar desató más carcajadas. Le parecían graciosas sus cejas fruncidas y su mandíbula tensa. El hombre se acercó y, sin ceremonias, la levantó en brazos. Evelina temblaba de risa, puso las manos sobre su cuello y se acurrucó contra su pecho fuerte. Anvar se alejaba con paso firme del claro, y aquello también le parecía divertido a Ayne.

— ¿Te he dicho alguna vez lo guapo que eres? Me gusta todo de ti... salvo esas cejas fruncidas, —le tocó la frente e intentó alisarle las cejas. —No te pongas serio, te sienta mejor la sonrisa.

— Ayne, basta. Son las flores. Envenenan la mente y pueden causar alucinaciones.

Ella soltó otra carcajada. Jamás había oído hablar de tales flores, y sus palabras le parecían una excusa. Lo único que la embriagaba era él. Evelina se dejó llevar por el deseo, buscó sus labios y los recorrió con besos, dibujando arabescos invisibles. Al principio notó un leve rechazo, pero pronto él siguió el juego. Se detuvo y comenzó a besarla con pasión. Sus dedos bajaron por su rostro hasta rodearle el cuello. Anvar se separó y estalló en risas:

— Todo es culpa de las flores. Hay que huir.

Sin dejar de reír, siguió caminando. Evelina mordió su lóbulo y, entre risas, susurró:

— Entonces cósechame un ramo. Hace tiempo que no me sentía tan feliz. Lo tengo todo: flores hermosas y al hombre que amo a mi lado.

— ¿Dijiste que me amas? —Anvar se detuvo, dejando de reír. El claro quedaba atrás, pero el veneno aún no había desaparecido por completo. Evelina se tapó la boca con la mano:

— Ay, quería mantenerlo en secreto. ¡Eres insoportable, ¿lo sabías?! —le dio un suave golpe en el pecho con su diminuto puño.

— Lo sé, —Anvar no dudó en buscar de nuevo sus labios y besarla.




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